Una anécdota:
Era un jueves por la noche, debía arreglármelas para viajar de Santa Clara al centro de San Francisco. Debía tomar un camión, un metro superficial y el resto en metro, acumulando un total de dos horas de trayecto.
En la última parte del camino, mientras cruzábamos el centro de Oakland, en el vagón conmigo viajaban un latino con una bocina a reventar, un moreno que quitado de la pena encendió un blunt y otro que tenía una boina y un portafolio, del que más tarde sacó una botella de Rumchata y, amablemente, nos ofreció un trago a todos los presentes. Después, subieron cuatro blancos –dos mujeres y dos hombres– con las nucas rojas, a vendernos gorras y a platicar con sus posibles clientes: al no tener mucha suerte, prefirieron agarrar la fiesta, quitándose las sudaderas, sacando de su mochila una cuchara, una liga y un encendedor: en ese vagón todos íbamos relajados, sentados con la cabeza echada atrás, viendo cosas bien locas.
Estados Unidos, al menos la parte urbana, que fue la que me tocó conocer, tiene un aroma que aún no termino de asentar en mi nariz. Es fuerte, atractivo, te hace salivar, pero también se debate entre lo artificial y lo podrido. Las calles son perfectas, pero debajo de los puentes viven personas entre lodo y envolturas de hamburguesas. Las drogas los consumen, y no habló de las ilegales: los refrigeradores de las tiendas están repletos de bebidas energéticas y cerveza; la eterna pregunta frente al mostrador es si comprar una cajetilla o una pluma de wax.
A casi dos meses de haber vuelto de la Unión Americana, todavía no termino de procesar todas las imágenes que atravesaron mis ojos a lo largo de esas semanas. Pero aquí va el resto de la serie en blanco y negro que hice por allá, de paisajes que hemos visto tantas veces –sin haber puesto un pie ahí– que eventualmente se convirtieron en sueños. Pero los sueños, sueños son.
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Last modified: 8 agosto, 2023Tomado de https://lalupa.mx/
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