octubre 18, 2025
Estar en su lugar

Estar en su lugar

Tomado de Ethic.es

Desplazarse es destrabarse. De eso se trata, justamente, de librarse de las trabas, de los estorbos, ya sean materiales o psicológicos. De desprenderse del lugar que durante tanto tiempo nos ha definido, de reivindicar otra identidad, aunque a veces nos asalte la sensación de traicionar a la persona que uno era, o a la que los demás querían que fuera. En estos cambios de lugar que decidimos o nos vienen impuestos hay siempre una forma de violencia o desgarro, aunque solo sea simbólico. Pero hay también cierta euforia en la liberación, cierta alegría en el ajetreo que provoca, cierto entusiasmo en la experiencia de otras ubicaciones.

Puede que haya incluso cierto placer en la deriva. Hay quien se extravía de forma deliberada, para tantear la aventura y escapar de un mundo cerrado, delimitado, para huir de lo finito y experimentar el espacio abierto. No siempre sabe uno cuál es su destino. No tenerlo es quizá la primera liberación. Salir del tablero del juego social, lanzarse a lo indeterminado. Dejar el lugar que uno ocupaba sin dirigirse a ningún otro:

«Hubo que soltar amarras, salir del confortable estado primero en el que nos encontrábamos, en el que nos apoyábamos, y perder nuestro excelente emplazamiento, que mantenía al infinito extramuros».

No siempre sabe uno cuál es su destino; no tenerlo es quizá la primera liberación

Tal vez, lo que nos estén diciendo esos nómadas, esos vagabundos, es simplemente que nadie llega nunca a ninguna parte. Todos los lugares son provisionales, todos están sujetos a descalabros, a nuevos repartos de cartas y posiciones. En el fondo, acaso habitemos siempre en los intersticios entre dos mundos, entre dos tiempos, entre dos maneras de ser nosotros mismos. Hay que admitir que los lugares también tienen su dosis de desconcierto, ya sea social, político o emocional, y que nos encontramos más en el desplazamiento que en el asentamiento en un lugar definitivo. Hay quienes ven un equilibrio inestable o una vulnerabilidad en esa ausencia de lugar, en esa condición intersticial. Pero ¿no es la fuerza de los desubicados la de no estar nunca exactamente en su lugar, la de navegar siempre entre lenguas, culturas y modos de ser? ¿No es esa fluctuación, esa plasticidad, esa capacidad de ser otro la que nos hace verdaderamente libres?

A veces desconocemos las tempestades interiores de un hombre, el modo en que se ve sacudido, agitado o impulsado por una pasión secreta o una sed de venganza. No sabemos nada de sus temblores, de su necesidad de estar en otra parte o ser otro. La deriva de los sentimientos, la confusión y la vacilación íntima, el desorden o el vuelco existencial que el deseo provoca son manifestaciones varias de la imposible fijeza del sujeto. La presencia del otro nos estremece, nos perturba, nos desquicia sin cesar. Dejarse llevar por la intensidad de la pasión, sucumbir a sus excesos, es exponerse al peligro de una pérdida y de una destrucción. Es el riesgo, la apuesta y, en ocasiones, el objetivo inconfesable de los desplazamientos interiores: no conservar nada de lo que precedió, borrarlo todo o desaparecer en el torbellino emocional que nos arrastra. Ese es el precio de las mudanzas interiores.

Hay quienes buscan un lugar donde guarecerse de esas desmesuras, de esas sacudidas secretas, de esas ondas expansivas que amenazan con barrernos del mapa. Levantamos barricadas a nuestro alrededor. Le hemos cogido el gusto al sitio donde estamos. Nos hemos acostumbrado, nos hemos conformado. Nos hemos instalado en una existencia estática, fija.

Nuestras vidas están petrificadas y pensamos que son estables. Son inmóviles y nos felicitamos de su constancia.

«Tendríamos que haber cogido la costumbre de desplazarnos libremente, sin que nos costara. Pero no lo hicimos: nos quedamos donde estábamos; las cosas se quedaron como estaban. […] Empezamos a creer que estábamos bien donde estábamos.»

Hemos olvidado el desplazamiento, nos dice Perec. Nos hemos apoltronado, nos hemos acomodado en la tranquilidad, en la familiaridad. Hemos trocado la inquietud por esa estasis. Y aunque nos engañamos acerca de un equilibrio que es sumamente frágil, seguimos abrigando el firme deseo de encontrar o reencontrar un punto de anclaje. «¿Dónde apoyar la cabeza?», se pregunta Michaux. En el oscuro poema que lleva ese título ya solo queda el cielo: la tierra está devastada. Pese a todo, buscamos un lugar en nosotros mismos, habitando un cuerpo a veces abandonado o haciendo de él un lugar, un caparazón para alguien que no somos. Convertirse uno mismo en un sitio, un cobijo, un refugio, un lugar seguro. Acoger al otro y cuidar de él es otra forma de hacerle sitio.

En las constelaciones cambiantes de las relaciones afectivas, amistosas o familiares, los respectivos lugares de unos y otros no dejan de reconfigurarse al compás de los acontecimientos tristes o festivos, de las composiciones y recomposiciones, de los lazos de dependencia o los distanciamientos. Ciertos lugares permanecen vacantes, son los espacios de la memoria. Otros faltan: trataremos de ocuparlos de otra manera, más adelante, por otros medios. La cuestión del lugar es también la de la revancha, la de la reparación o la reconciliación. Con los demás, con nosotros mismos, con una historia llena de espacios en blanco, cuyas lagunas son una fuente de dolor. No siempre logramos rellenar esos huecos, pero escribimos en los márgenes. El margen garabateado junto al texto principal es un espacio para la reapropiación personal del sentido, para la reflexión y el distanciamiento de la autoridad. Escribir al margen es hacerse oír: la propia voz se afirma primero en los márgenes, aunque algún día llegue a constituir el cuerpo principal del texto.


Este texto es un fragmento de ‘Estar en su lugar’ (Anagrama, 2024), de Claire Marin. 

Tomado de Ethic.es