Culturas impopulares
Jorge Pech Casanova
El examen atento al auge de la pintura en Oaxaca y la formulación de respuestas a las preguntas que genera tal bonanza, es imprescindible para comprender el estado crítico del arte en Oaxaca. La frase no es una exageración: si cuando Valerio escribió su ensayo la situación y las condiciones del arte en Oaxaca eran afines, dos décadas después se observa una alteración entre condiciones y circunstancia: la aceptación comercial ya no constriñe a los artistas, por más que el mercado persista en imponerles su sistema iconográfico genérico. En la entidad, búsquedas estilísticas y temáticas de expresiones distintas a la de la pintura irrumpen con nuevos cuestionamientos desde el ámbito de la creación, ya no sólo desde la crítica escrita, la cual era, a su vez, incipiente al finalizar el siglo pasado.
Valerio hizo énfasis en el europeísmo subyacente de la producción pictórica que examinó, para subrayar la falacia de la autenticidad pretendida por esa pintura. Señalaba las evidentes influencias renacentistas en la resolución formal de los muralistas, y esto le parecía una prueba de intrínseco exotismo en las artes mexicanas prestigiadas. Ahora bien, ¿es tan grave la apropiación de modelos europeos como para demoler los barruntos de mexicanismo en esas obras y otras que las suceden?
Nadie pone en duda que Rivera y Siqueiros, sin el legado europeo, hubiesen desarrollado con menor eficacia su mexicanismo pictórico. Pintar sin tener en cuenta las enseñanzas renacentistas habría resultado harto problemático, no sólo para la aceptación de los pintores mexicanos en el extranjero o en su propio país, sino para su evolución como creadores. En una sociedad como la mexicana, que emergió de un proceso de aculturación foránea y rescate de herencias nativas, era —es— posible la fusión de puntos de vista y maneras de expresión. Lo comprendieron bien los muralistas al injertar tipos nacionales a las tramoyas que los europeos enseñaron a asumir como prototipos de excelencia pictórica.
Mérito mayor de Orozco, Rivera, Siqueiros y Tamayo es la elucidación de los modelos foráneos para convertirlos en punto de partida de una expresión estética diferenciada. Y no hay que olvidar que, en la época del muralismo, los modelos estéticos de las culturas nativas americanas eran tan extraños para una gran parte de los mexicanos como las creaciones aborígenes de Oceanía, África y Asia.
El modelo transformado, por lo tanto, no es propiamente europeo, pero tampoco en exclusiva mexicano. Es una síntesis con fortuna, que bien puede considerarse patrimonio de quienes elaboraron la amalgama. Debe contarse también la asimilación de los modelos asiáticos, y el influjo del arte “primitivo” de África y Oceanía. Con este último elemento embonó mejor el arte prehispánico americano, para poner a disposición de los artistas un lenguaje característico que identificara ante el mundo sus producciones.
No hay que olvidar la precedencia de artistas europeos en estas investigaciones, que los mexicanos apreciaron y desarrollaron con pocos años de diferencia pero con posterioridad, a excepción del trabajo paralelo que Diego Rivera desarrolló para definir las líneas estéticas del cubismo en la misma época y en el mismo sector parisino en que Braque y Picasso se esforzaban con semejante fin. Paradoja de la modernidad: sin predecesores de diversas nacionalidades, no hay sucesión local posible.
El artista, como el resto de la humanidad, asimila enseñanzas colectivas que afloran y se metamorfosean en expresión individual. Nadie escapa a esta condición. Si la autenticidad nacional es dudosa, no lo es menos la pertenencia específica a un modo unívoco de asumir el trabajo creativo. Es decir, la creación ex nihilo escapa a las posibilidades del individuo. No hay genio que surja de la nada; aquél debe aceptar a sus predecesores a fin de conquistar sus influencias en la formulación de expresiones que, de ajenas, le llegan a ser propias. No es la tierra parcelada la que se le impone como punto de partida, sino el planeta como totalidad. Es forzoso que el individuo adopte una cosmovisión que le ha sido transmitida para que su visión personal se ensanche antes de manifestarse con eficacia transformadora.
Hoy puede rastrearse no sólo la influencia del arte renacentista en los muralistas mexicanos y sus descendientes; también es factible descubrir, en la producción plástica americana contemporánea, el influjo de manierismos técnicos (como las curiosidades de la perspectiva que rigen a las obras anamórficas). En el conglomerado de formas, ideas y sustratos psicológicos que definen la pintura de los muralistas —y aun la de Tamayo—, hay ciertamente una apropiación de motivos foráneos, mas también la adecuación y conversión de esos motivos en rasgos originales.
En conclusión, negar la influencia externa en el arte oaxaqueño es inadmisible; otorgar a esa influencia preponderancia sobre expresiones autóctonas es, por otra parte, menospreciar la condición de originalidad que el arte exige. Sin renacentistas del siglo xv, visionarios del siglo xviii, impresionistas del siglo xix ni vanguardistas del siglo xx, las artes plásticas de América en el siglo xxi no serían impracticables, pero perderían mucho de su poder evocativo. Al cabo, queda la particularidad de lo general: la aportación personal de los creadores al patrimonio estético del mundo.
Quizá el problema que se planteaba Robert Valerio con su tesis de la idea del arte americano concebida desde el exterior (y dicho exterior era, para él, Europa) proviene más del discurso que revistió a las obras que de las obras mismas. Si contemplamos con ojos desprejuiciados de nacionalismo los murales menos demagógicos de Rivera y Siqueiros, descubriremos a pintores notables; si observamos con atención las obras de Orozco, hallaremos a un solitario monumental que impuso una visión artística para desconcierto de una retórica tan limitada como la del “arte comprometido”; si miramos la pintura de Tamayo entramos de golpe a un ámbito en que la retórica ha sido expulsada con provecho de un discurso en cuya construcción los silencios son significativos.
A la distancia, podemos notar esas características del arte mayor que los mexicanos obtuvieron en la primera mitad del siglo xx, sin distraernos con la retórica de la época. Aunque la concepción de autenticidad que entonces se volcaba sobre o contra determinadas obras pudo distorsionar la percepción de las mismas, más de medio siglo después permanece la factualidad de lo estético, limpia ya de falsos valores. Cada vez mejor, las piezas que componen el panorama del arte mexicano en la primera mitad del siglo xx van ocupando su lugar necesario y sobreponiéndose a la retórica caduca del período en que surgieron, para definirse por sus cualidades y defectos reales, no por los que le confirió una crítica interesada en aspectos no artísticos.
El debate superado por esas obras, sin embargo, retorna del pasado porque otra generación, a principios del siglo xxi, ha olvidado sus consecuencias. No es raro que tal debate resurja en Oaxaca, donde la memoria social se había perdido y sólo quedaba como pista una iconografía confusa de súbito prestigiada por un puñado de compradores que publicitaron como nuevo lo que era ya obsoleto en muchos aspectos: la nostalgia provinciana, el folclorismo, el sueño de noches tropicales y días “mágicos”.
Fragmento del libro Artistas de Oaxaca. Magisterios polémicos, futuros interrumpidos. Pearl Tiger Investments, 2025. 192 páginas.
Tomado de https://morfemacero.com/
Más historias
Doce días en la sierra – Pie de Página
Constituyente en Ecuador: ¿cortina de humo de Noboa mientras crece el descontento social? – Pie de Página
Gobierno de México da banderazo de salida al Programa Nacional de Tecnificación en los distritos de riego 038 y 041 de Sonora