Ta Megala
Fernando Solana Olivares
I.
Somos lo que son nuestros estados mentales. Comprendemos poco, por momentos nada. Tenemos costumbres, prejuicios, opiniones. Nos pesa la memoria, nos hace sufrir la sentimentalidad. Tomamos la realidad por algo estable, ya dado, y perdemos de vista que es una construcción. Pero en el mundo moderno, a pesar de su patología del mirarlo todo, el secreto mejor guardado es el de la profunda y extendida tarea de sugestión que ha diseñado la mentalidad contemporánea, fabricándola de tal modo que se vea impedida para percibir y aceptar la posibilidad de que esa “formidable empresa sugestiva” sea algo intencional y dirigido, logrando así que dicho secreto nunca llegue a ser descubierto.
La publicidad es el agente que pone en circulación las falsas necesidades dirigidas a establecer y moldear la mentalidad vigente. Aunque debe de haber algo más en tales iniciativas, que no son sólo acciones espontáneas de un capitalismo salvaje y extremo donde la mercancía representa un fetiche absoluto. El odio de la época al secreto preserva la existencia de misterios que van más allá de poderes económicos y políticos no visibles, de revoluciones que sólo la ingenuidad puede llamar espontáneas, de guerras y catástrofes inducidas, de magnicidios insolubles a través de un guion que parece seguirse en todas partes, de seudorreligiones y neoespiritualismos edificados a propósito, de destrucciones económicas y sociales, debacles que lucen como si fueran los ensayos generales de un experimento mayor.
Las teorías conspirativas, las visiones policiacas de la historia, las hipótesis de la causalidad —un residuo de la mentalidad primitiva que en toda acción cree percibir la voluntad de una fuerza oculta—, han sido desautorizadas por un mundo que predica la democracia informativa y exalta modélicamente la imagen de las casas de cristal, y por un racionalismo que cree que sólo existe lo tangible, dentro de lo que ahora está prioritariamente lo que se exhibe ante la mirada. Al modo de la carta del cuento de Edgar Allan Poe, aquella que se esconde mostrándose, la modernidad difunde el odio al secreto para preservar cuestiones que no deben ni siquiera pensarse: ¿existen creaciones intencionales, poderes de la subversión, mentes conscientes comprometidas en procesos de larga duración, fuerzas dedicadas a abrir la puerta de influencias psíquicas y sociales cada vez más degradantes y sórdidas?
René Guénon considera la existencia del mal no solamente desde una perspectiva religiosa o moral sino tradicional y suprahistórica, una presencia que se agudiza en coyunturas temporales como ahora, postulando que los estados del ser son múltiples, que la condición humana sólo es uno más de esos estados y que la modernidad supone una etapa límite o terminal de un dilatado ciclo humano. El autor se niega a ir más lejos de alusiones generales cuando menciona a los operadores de ciertas iniciativas artífices de asuntos como la creación de la Sociedad Teosófica de madame Blavatsky y su cómplice Olcott, a la cual Guénon dedica un documentado libro: El teosofismo. Historia de una pseudorreligión (Obelisco, Barcelona, 1989).
Guénon pormenoriza en él los orígenes de la fundadora del teosofismo y de sus asociados. Metódicamente breve, como siempre perentorio y lacónico, el autor escapa de la divulgación tremendista o anecdótica que le parece nociva para el sistema inmunólogico espiritual, además de una concesión “pintoresca” a la naturaleza superficial de las cosas, un mero efecto dramático. Sin embargo hace la escueta mención de una entidad llamada John King, ligada desde tiempo atrás a Blavatsky, según su propia afirmación. De lo muy poco dicho por Guénon puede inferirse que John King es un ‘espíritu’ materializado, una proyección de energía hecha desde otro nivel y para otros fines, un transmisor actuante en este mundo desde siglos antes. Pero no mucho más.
El estudio es tan minucioso y documentado que se ha dicho que su información le fue proporcionada a Guénon por la logia desconocida de la que formaba parte, dispuesta a desenmascarar así el montaje de un engaño para crédulos. Citando un escrito ocultista, Histoire de Rose-Croix, escrito por Sédir, el autor —que está exponiendo los rasgos conectivos entre la escenografía teosófica y sus similitudes masónicas adulteradas— transcribe con interés lo siguiente: “Una tradición dice que este Imperator existe siempre, y que su acción habríase convertido en política”.
Guénon demuestra, mediante la multiplicidad de dominaciones rosacrucianas existentes, su distancia del centro espiritual que afirman representar, pero sin abundar en el tema. A pesar de ello hace otra mención sobre logias modernas iluministas y templarias equívocas, y dice que una de ellas “desempeñó un papel político sospechoso”.
El espíritu es peligroso, aseguran quienes conocen de su frecuentación, desde San Pablo hasta Lutero o Sai Baba. La prioridad intelectual de Guénon no consiste en aquello que considera un signo contingente de la degradación moderna, como la política. Le interesa el espíritu antes que su mezcla, aunque tácitamente concede que en momentos como los actuales los dos niveles parecen actuar vinculados.
II.
El día del racionalismo materialista ha llegado a su fin y comienza la noche histórica. “Todas las señales —escribió en los años treinta del siglo pasado Nicolás Berdiaev, un pensador que debe leerse de nuevo para comprender lo que ocurre en nuestro momento y acaso lo que ocurrirá sin falta— atestiguan que hemos salido de una era diurna para entrar a una era nocturna”. Y aunque el inducido optimismo de la época lo rechace, o su complemento pesimista también superficial e inducido lo magnifique, esa condición postrera es indispensable para cualquier cambio de estado, el cual siempre se produce a través de una fase previa de oscurecimiento.
A pesar de la supuesta brillantez tecnológica de nuestra época, de los omnipresentes mecanismos de persuasión masiva que reiteran sin cesar las hipotéticas bondades de la actualidad neoliberal, sólo considerando (y desdramatizando) ese agotamiento espiritual y por ende físico, político, psíquico, ambiental y económico del tiempo racionalista, será posible dar el salto hermenéutico —“la ruptura”, le llama el autor— hacia otro futuro posible, otra concepción de universo, otro modelo de existencia común.
Todo acto de transformación se inicia como un acto de imaginación profunda. En tal terreno debe ocurrir la lucha personal para comprender y luego resistir los brutales trastornos colectivos que irán sucediéndose con una frecuencia cada vez mayor. Quien controla la imaginación de la gente controla su destino. Si no se acepta la existencia deliberada de una formidable empresa de sugestión para establecer dicho dominio avasallante sobre la psique, el cuerpo, la voluntad y el sentimiento de las masas contemporáneas, no será posible para ningún sujeto o grupo actuar en consecuencia y construir alternativas. Por eso, entre otras razones, la lastimosa existencia de una izquierda política tan parecida a la derecha, denominaciones las dos que dejan ya de tener sentido: en la oscuridad todos los gatos son pardos.
El mundo tardomoderno está al revés y en él sigue ocurriendo con frecuencia creciente aquello que advirtió Goethe: “¿Qué es lo más difícil de todo? Lo que parece más sencillo: ver con nuestros ojos lo que hay delante de ellos”. ¿Ejemplos? Son legión. La organización del ocio masivo o la moda, ese cambio incesante y sin objeto que se convierte en valor en sí. La obsolescencia de las mercancías, desde coches hasta computadoras, fabricadas para no durar y muchas para ni siquiera servir. Los controles burocráticos, el feismo contemporáneo, el envilecimiento de la vida cotidiana, el estrangulamiento del espacio vital, la política del miedo a través de la enfermedad como tópico constante, la puerilización de las conductas, la enajenación brujeril de las redes o la reducción existencial y aun educativa del habla, pues ya no se requieren más de cien palabras para convivir (si alguna vez la casa del ser fue el lenguaje, quizá tal sitio se localice hoy en la pantalla de un teléfono celular).
Pero todo es dialéctico y todo desorden es el germen de un orden que todavía no se puede ver. En las visiones cíclicas del tiempo, nuestro momento histórico es designado por los libros sagrados tibetanos como la “Edad de la progresiva corrupción”. El jainismo le llama la “Edad tristemente triste”. Paradójicamente, esta decadencia antes gradual y ahora acelerada ofrece salidas para quienes sean capaces de reconocer las relaciones de continuidad entre un mundo que muere y otro que apenas va a nacer. Éste último no se encuentra más que en el regreso al origen, es decir, en la originalidad.
Y como esa condición exige sobre todo liberar la imaginación humana de los mecanismos de control que la degradan, tal liberación, siguiendo a Berdaiev, se entiende “como un recogimiento intelectual operado en la oscuridad, una renovación de la conciencia en el plano sociocultural.” Una receta más tangible de lo mismo habría de proponer Italo Calvino: saber qué y quién no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio. En suma, observar con atención aquello que ha estado delante de los ojos y mirarlo otra vez sin las anteojeras de la opinión, del prejuicio o de la seudoinformación manipulante.
Hace milenios surgió en la China antigua la “Escuela de los nombres” para ocuparse de la relación entre las palabras y la realidad. Acorde con ella, el proyecto político de Confucio insistió en que el mantenimiento del orden común y el ejercicio del buen gobierno requerían la coincidencia puntual entre las cosas y las designaciones dadas a las mismas. “Rectificación de las palabras” se le llamó a esa actitud civilizacional. Sería deseable un empeño lingüístico similar ahora para nombrar los graves riesgos de nuestra situación.
III.
Existen dos modos de definir aquellas fuerzas actuantes en el orden de lo político que por su propia naturaleza son ocultas y secretas. Las primeras, más o menos referibles, corresponden a los poderes fácticos que van desde el imperio mediático-financiero hasta los omnipresentes mecanismos de la persuasión ideológica y publicitaria. Pueden ubicarse a partir de testimonios de políticos como el inglés Benjamín Disraeli —“El mundo está gobernado por personajes muy distintos a los que se imaginan aquellos que no están dentro del telón”—, o el geopolítico estadounidense Zbigniew Brzezinski —“La sociedad será dominada por una élite de personas libres de valores tradicionales, que no dudarán en realizar sus objetivos mediante técnicas depuradas con las que influirán en el comportamiento del pueblo y controlarán y vigilarán con todo detalle a la sociedad”—. Hay múltiples testimonios que corroboran la existencia de otra política diferente a la que públicamente se declara, de otros dueños del poder que no son aquellos que resultan electos en las urnas y, en consecuencia, de otros intereses insospechados que se esconden detrás de lo que la gente ignora.
La verdad, diría Voltaire, es lo que se hace creer. De tal manera que vivimos bajo una “extraña dictadura” económica e ideológica que Viviane Forrester describió como un régimen político nuevo a escala planetaria no declarado “que se instauró sin ocultarse pero a espaldas de todos, de manera no clandestina sino insidiosa, anónima, tanto más imperceptible por cuanto su ideología descarta el principio mismo de lo político y su poder no necesita gobiernos ni instituciones”. Sobran ejemplos suficientes para abonar la hipótesis de las fuerzas ocultas que gobiernan la realidad actual. Fuerzas fácticas, segundos estados, fratrias o mafias propias de un primer nivel del secreto político y de la acción histórica.
La segunda instancia de lo oculto en aquello que atañe a las sociedades sólo puede ser considerada desde una interpretación radicalmente diferente a la que suele privar en las visiones materialistas de la realidad, porque define lo “histórico” como el lugar de revelación de lo “metafísico”. Y este término supone un problema de significado insoluble para la mentalidad literal común en nuestros días. Lo metafísico suele confundirse con lo religioso, cuando debería vincularse con lo sagrado, una noción que sólo la ignorancia entiende como sinónimo de todo lo que tenga que ver con una fe dogmática, con sus respectivas iglesias y representantes.
En todo caso, lo metafísico en la historia, explicándola como un principio espiritual y no como un suceder azaroso, exige abandonar la equivocada idea del hombre como centro de la creación para, si no se quiere acudir a algo tan difuso como ese campo semántico que llamamos lo divino, aceptar entonces que el hombre “pertenece orgánicamente a conjuntos reales”, uno de ellos, la historia humana misma y sus lapsos de duración, en los cuales épocas como la presente sólo son un pedazo: tal es el valor del tiempo, que participa de la eternidad.
Por eso Nicolai Berdiaev —pensador ruso de origen marxista que derivó hacia una concepción de lo humano cuya idea dominante es la libertad creadora— insiste en la necesidad de una identificación entre el sujeto conocedor (el hombre) y el objeto conocido (la historia), para comprender los procesos socioculturales en su verdadera dimensión: “la historia contemporánea se acaba”, afirma Berdaiev. Tanto el humanismo como el racionalismo y el individualismo son desarrollos de un proceso histórico iniciado en el Renacimiento y que ha llegado a su crepúsculo.
Una nueva Edad Media sobrevendrá entonces, a la manera de un período histórico donde si bien habrá pérdidas profundas y muchas barbarizaciones sistémicas se harán presentes, también surgirán ciertos rasgos preparatorios del momento histórico siguiente, algunos de los cuales pueden advertirse ya agrupados en una emergente originalidad (es decir: una vuelta al origen), cuya síntesis tal vez sea ese “retorno al pensamiento complejo” propuesto por autores como Edgar Morin: una nueva mentalidad plurívoca que sacramente lo real como maravilloso, que transite desde el racionalismo materialista moderno hasta el superrealismo de una renovación espiritual, que encuentre otro simbolismo para las viejas nociones y se adapte a una lógica naciente.
Sin embargo, los riesgos serán múltiples, pues la civilización técnica puede intentar desarrollarse hasta límites que Berdaiev llama de magia negra para evitar su final, y la “masa de durmientes” entonces se multiplicará.
En ese dilema no hay otra solución que penetrar en la sustancia de la libertad personal, algo a lo que se accede, no algo que se nos da. Un trabajo tanto interno como externo para reconstruir individualmente aquello que históricamente se ha perdido: el centro espiritual. Quienes consiguen esta depuración son llamados “los que se mueven a voluntad”.
Tomado de https://morfemacero.com/
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