¿Qué pasa en la universidad española

¿Qué pasa en la universidad española

Tomado de https://letraslibres.com/
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Suele atribuirse a Goebbels la frase: “cuando escucho la palabra cultura, saco la pistola” (nunca la dijo, aunque le pega mucho); también se atribuye a Rafael Sánchez Ferlosio el apotegma: “cuando escucho la palabra cultura, saco la chequera” (pero esta segunda frase es de una película de J.-L. Godard que la perturbadora presencia de Brigitte Bardot hizo inolvidable). Cuando yo escucho la palabra convivencia no saco la pistola ni la chequera, porque no tengo ninguna de las dos cosas, pero empiezo a preocuparme. Me preocupo porque me acuerdo de que la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, firmada por Francisco Franco, también decía buscar “el máximo desarrollo y el máximo despliegue” de la libertad de expresión, pero conjugado adecuadamente con las exigencias “de un recto orden de convivencia” bajo los principios del llamado Movimiento Nacional. Y, recién cumplidos 25 años desde su asesinato, también me acuerdo de que el movimiento nacionalista acusaba a José Luis López de la Calle de alterar la convivencia en el País Vasco con sus artículos de prensa. Y de que el Papa Francisco reprochaba a los caricaturistas de Charlie Hebdo envenenar la convivencia con sus viñetas.

La exposición de motivos de la Ley de Convivencia Universitaria, aprobada por el parlamento español en 2022, justificaba su necesidad por la obsolescencia del Reglamento de Disciplina Académica, de 1954, que nunca había sido explícitamente derogado y que en efecto era dudosamente constitucional. Pero habían pasado casi 70 años desde la publicación del Reglamento, y 44 desde la promulgación de la Constitución, y nadie había sentido en todo ese tiempo la menor urgencia de redactar una Ley de convivencia universitaria. Es decir, que tenían que existir más motivos que la simple obsolescencia. ¿Cuáles? En la misma exposición, el legislador recuerda reiteradamente que el Reglamento franquista consideraba como falta (académica) grave “las ofensas a la Religión católica”. Algo aparentemente anacrónico, pero que puede indicar que el problema que la Ley de Convivencia quería afrontar tenía que ver con la libertad de expresión en las universidades. ¿Por qué la libertad de expresión se había convertido en un problema en 2022 específicamente en la universidad?

Ese mismo año (2022), la Universidad de Stanford presentó una declaración firmada por más de mil profesores estadounidenses exigiendo la “Restauración de la libertad académica” (lo que en España llamamos “libertad de cátedra”, que es la esencia de la universidad y la esencia de la libertad de expresión en la universidad). Muchos pensaron que este era un asunto peculiarmente americano, porque allí las llamadas “guerras culturales” habían alcanzado niveles enloquecidos (la libertad de expresión es lo primero que se deroga en el estado de guerra), y que en España no teníamos ese problema.

Pero fue también ese año cuando más de mil profesores universitarios españoles firmamos una carta titulada “Por la neutralidad ideológica de nuestras universidades”, que remitimos a las Cortes Generales cuando estaban debatiendo el proyecto de la nueva Ley Orgánica del Sistema Universitario. En la carta llamábamos la atención, entre otras cosas, sobre su artículo 45, en el que se dice que es una función “fundamental” de los claustros de las universidades “analizar y debatir otras temáticas de especial trascendencia” (temáticas no universitarias, se entiende). Y me hace ilusión pensar que aquella carta tuvo algo que ver con que no se admitiese finalmente la redacción propuesta por algunos grupos parlamentarios secesionistas, que atribuía a los claustros también la función de posicionarse sobre dichas temáticas, lo que ya había producido graves problemas en las universidades catalanas y vascas. 

Hubo quien dijo que los firmantes de aquella carta estábamos intentando limitar la libertad de expresión de las universidades. Lo cual, en un sentido trivial, es cierto. Pero el concepto de límite tiene dos sentidos diferentes, aunque no incompatibles. Por una parte, sin duda, designa una restricción, el punto en el que algo acaba o se detiene. Pero, por otra parte, señala una condición de posibilidad: el punto a partir del cual algo comienza a ser posible. No solo la libertad de expresión, sino cualquier libertad humana, pensada como ilimitada, es una libertad imposible; no es de este mundo, porque niega sus condiciones de posibilidad. La Constitución española reconoce la libertad de expresión (con mención expresa de la libertad de cátedra) entre los derechos fundamentales de los ciudadanos, y precisamente por ello no admite que pueda ser legalmente limitada salvo por otro derecho fundamental, ya que la compatibilidad entre derechos fundamentales es una condición de posibilidad para el ejercicio de tales derechos. En este caso, el derecho fundamental que limita la libertad de expresión es la igualdad. Es decir, que en una democracia de derecho solo puede haber un motivo lícito para limitar la libertad, a saber, que no sea solamente la libertad de algunos, sino la de cualquiera, para que todos sean igualmente libres. 

Aplicado a la universidad, esto mismo es lo que ya había reconocido el Informe Calven emitido por la Universidad de Chicago en 1967, en el que se aclara que ninguna universidad puede pretender que todos sus miembros apoyen una posición política si no es a costa de censurar a quienes no estén de acuerdo con ese enfoque, lo que vulnera el respeto debido a la libre investigación y contradice la obligación que la universidad tiene de albergar una pluralidad de puntos de vista. Y si hubo que reiterar estas consideraciones elementales en 2022 fue porque el problema que se entrevió en 1967 había empeorado hasta convertirse en un fenómeno bien conocido por los historiadores: la politización de la universidad, que ha conducido a la decadencia de muchas de estas instituciones. Que los miembros de la comunidad universitaria tengan individualmente posiciones políticas no es preocupante; lo preocupante es justamente lo contrario: que no puedan tenerlas porque ello equivalga a su marginación institucional. Porque ese es el comienzo del fin de la libertad académica. O sea, que algo estaba pasando con la convivencia universitaria en el terreno de la libertad de expresión, algo que hacía necesaria una ley de convivencia. Pero, del mismo modo que se dice que la mejor ley de prensa es la que no hay (porque el que la haya delata un deterioro del régimen de opinión pública), este tipo de leyes o de llamadas a la convivencia, antes de ser una solución, son la expresión de que la convivencia civil está rota o gravemente dañada.

El deterioro de la convivencia que, desde hace años, determina nuestra sociedad (no solo la española, pero también la española) en su esfera pública y hasta en buena parte de la privada no se ha originado en la universidad. El hecho de que esta enfermedad pueda llamarse “politización” nos advierte que su origen está en la política. Y la política, en una sociedad democrática, es cosa de todos, y por tanto todos, en mayor o menor medida, somos responsables de este estado de cosas impulsado por aquellos que, aunque a menudo nos avergüence reconocerlo, nos representan. Pero el que haya alcanzado la categoría de epidemia social se debe a que la división política no se limita a los parlamentos, sino que se ha extendido a todos los terrenos de la sociedad civil y ha impregnado el tejido institucional, un tejido cuya función es precisamente contrapesar esa división, y ha inundado el sistema judicial y los medios de comunicación, que son, después de la experiencia común, dos de las tres fuentes superiores de la verdad. 

Lo primero que ocurre cuando la convivencia social se degrada es que la libertad de expresión empieza a ser un problema. Y esto –que una parte de la sociedad considere que quienes no comparten su opinión están creando un conflicto intolerable– solo ocurre cuando, como sucede hoy, una de las partes –y a veces las dos– niega la legitimidad y la imparcialidad de las instancias creadas para resolver o encauzar esos conflictos, y recurren únicamente a estos nuevos tribunales de honor que llamamos “redes sociales”.

Cuando Jordi Gracia, catedrático de universidad y exjefe de la sección de opinión de un diario nacional, escribe un artículo “Contra la libertad de expresión” por considerar que, si bien en otras épocas tal libertad fue un instrumento de progreso, hoy ha quedado desfasada y se ha vuelto totalitaria, y declara que ahora, en cambio, lo progresista es la censura, ¿cabe alguna duda de que también aquí está pasando algo, de que hay guerras culturales y de que en España la libertad de expresión está en entredicho en unas universidades que, en cuanto centros de conocimiento científico, son la tercera de las fuentes superiores de la verdad de nuestro tiempo? Porque, como se ha repetido hasta la saciedad, la verdad es la primera víctima de la guerra.

Se dirá que las guerras culturales no son guerras de verdad, que no dejan cadáveres macilentos en el campo de batalla. Afortunadamente. Pero sí que causan muertes civiles y ocasionan graves e irreparables daños personales y profesionales a mucha gente (y grandes beneficios del mismo tipo a otros tantos). Ahí están los escraches o las cancelaciones como las practicadas contra S’ha acabat, o el caso del catedrático David Viñas, ambos en Cataluña. La persecución de los infieles ha sido sustituida por la exclusión de quienes no comulgan con esa nueva religión católica que es el populismo identitario en todas sus facetas. Y lo más grave es que esta exclusión afecta también a la investigación y la docencia, especialmente en las Facultades llamadas de Letras y Humanidades. Al final, estas contiendas pueden dejar sobre el campo de batalla un cadáver destripado: el de las instituciones universitarias, cuyos edificios seguirán en pie, pero se habrán vaciado del contenido para el que fueron creados. Y las universidades, además de ser templos del saber, son un instrumento imprescindible para articular la convivencia civil y asegurar la igualdad y la libertad de los ciudadanos.

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