La vida simple

La vida simple

“El modesto mensajero que llegó a mí nunca empleó el pronombre personal “yo” durante los episodios de nuestro trato. Parecería una costumbre natural entre aquellos quienes van hacia la realización espiritual. Ese misterio tremendo que llamamos realidad”....Tomado de https://morfemacero.com/

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

Durante muchos años, casi veinte, busqué ese libro sin encontrarlo. Ciertos textos hay que cuando se buscan no se encuentran, para tiempo después aparecer inesperadamente. Así van ordenándose las piezas de un extraño rompecabezas.

          Fue de llamar la atención el inesperado mensajero que lo trajo. Por varios días un hombre me estuvo buscando con la intención de venderme cuatro discos de computadora grabados con centenas de libros. No me interesó la oferta pero el hombre fue tenaz y al fin acepté que me mostrara el índice.

          Vi de reojo que había obras de Caridad Bravo Adams, de Og Mandino y de Edgar Rice Burroughs, corroborando así mi escéptico desinterés desde el comienzo del trato. Estaba a punto de decirle que no, cuando un nombre y varios de sus títulos saltaron ante mi mirada: Ananda K. Coomaraswamy. Luego busqué a René Guénon.

          Con cierta ansiedad seguí el índice alfabético para llegar a la La vida simple de René Guénon escrita por Paul Charconac, una de las dos o tres semblanzas biográficas existentes sobre ese autor que ahí venía consignada. Acepté comprarle los discos con la condición de que me trajera impreso ese texto que sólo conocía por citas.

          Volvió muy pronto, me lo entregó junto con los discos y yo le pagué más de lo que me había pedido. Sentí una comedida voluptuosidad —epifanías intelectuales— pues tenía en las manos la historia ordenada y completa de un hombre extraordinario, como lo llama el mismo biógrafo, al cual es imposible definir o clasificar.

          “Aunque no fue un orientalista —explica Chacornac—, nadie mejor que él conocía el Oriente. No fue un historiador de las religiones, aunque supo, más que nadie, hacer salir a la luz el fondo que todas tienen en común y las diferencias de sus perspectivas. Tampoco fue un sociólogo, aunque nadie analizó con más profundidad las causas y los males que padece la sociedad moderna. […] No fue un poeta, aunque un adversario suyo reconoció que su obra era como un encantamiento capaz de satisfacer la imaginación más exigente. No fue un ocultista, aunque abordara temas que antes de él se englobaban bajo la denominación de ocultismo. Y sobre todo no era un filósofo, a pesar de haber enseñado filosofía y haber sabido demostrar la inanidad de los sistemas filosóficos cuando se los encontró en el camino”.

          Y este hombre extraordinario fue durante toda su vida un hombre casi anónimo, no un héroe público sino un santo secreto, alrededor del cual se construyó una conspiración del silencio. Aunque desde que apareció su obra suscitó la admiración y la adhesión fervientes de un puñado de lectores repartidos en todo el mundo, éstos nunca alcanzaron el millar. Pero a su muerte, el 9 de enero de 1951, la persona y la obra de Guénon hicieron una brusca salida a la escena pública, situación que llevó a Charconac a escribir su pequeño y esclarecedor libro para contar la vida de quien, según el testimonio de su amigo González Truc, “era uno de esos seres infinitamente raros que jamás dicen yo”.

       René Guénon nació en la ciudad francesa de Blois el 15 de noviembre de 1886. Muy rápidamente se distinguió como un aventajado alumno de filosofía y matemáticas, entre otras materias, y a los 18 años se instaló en París, en el austero tercer piso de un edificio donde viviría 25 años hasta su partida definitiva a Egipto, cuando cambiaría de nombre —habiéndose convertido años atrás al islam— para tomar el de Abdel Wahed Yahia, con el que moriría en El Cairo sin haber vuelto nunca a Europa.

        La parte más enigmática de esa vida simple y discreta, hasta oscura, consiste en la forma mediante la cual René Guénon obtuvo los profundos conocimientos, entonces desconocidos en Occidente, que entre los 23 y 26 años, y luego hasta el fin de sus días y aun póstumamente, transmitió con rigor y precisión inusuales para ese pequeño grupo de devotos y asombrados lectores.

        Es conocido que René Guénon no estudió las doctrinas y lenguas orientales de manera libresca, sino que fue iniciado y educado en ellas de forma directa por maestros hindúes, maestros taoístas y maestros islámicos, de los cuales se sabe lo suficiente para poder afirmarlo sin ninguna duda. Y queda la erudición de Guénon, su vasta sabiduría, sus inclasificables alcances, como una rotunda constancia de que dicho proceso, absolutamente único en Occidente desde hace siglos, así ocurrió.

        No puede glosarse aquello que debe conocerse sólo en la fuente que le da origen. Así que el maestro intelectual (y espiritual) más importante para la civilización occidental desde el fin de la Edad Media hasta nuestros días fue un hombre de existencia discreta y entorno frugal, atento, silencioso y reservado, cuya cortesía y bondad fueron descritas como metafísicas.

        “Aquí por fin —escribió un lector entonces, aludiendo a la obra de Guénon donde fustiga y condena las idolatrías de la modernidad: el progreso, la ciencia, el individualismo, el reino de la cantidad predominante—, lo temporal está medido, contado y pesado con medidas eternas y se lo ha encontrado demasiado ligero”.

       Guénon afirmó la supremacía absoluta del espíritu sobre la materia y, a nivel social y político, de lo divino y lo universal sobre lo humano y lo individual. El mal moderno, comenta uno de sus estudiosos, está en el individualismo que rechaza todo aquello que puede ser superior al hombre: “El espíritu moderno, al hacer que lo temporal sea independiente de lo espiritual, hace que lo temporal pierda su legitimidad”.

       El proceso paulatino de materialización progresiva y descendente que define la visión histórica cíclica de la tradición perenne que Guénon comparte (la etapa actual es su fase última y más baja, Kali yuga, la “edad oscura” porque es la del oscurecimiento de las verdades principiales), se caracteriza por una gradual pero incesante pérdida de la intelectualidad y la espiritualidad, que son sustituidas por una filosofía humanista limitada a la razón instrumental y por una mentalidad estrecha dedicada al estudio empírico de los hechos sensibles y a la búsqueda de un progreso puramente material del hombre y sus necesidades más inferiores. Para Guénon, una vida que tiene por fin el placer es subhumana.

       Como dirá Luc Benoist sobre este geógrafo de los territorios desconocidos, antes del cual el infinito comenzaba a cinco metros, su tarea ha sido inmensa, pues nos ha hecho tocar en espíritu los límites de la historia y la geografía, nos ha hecho sentir nuestros propios límites, y nos ha revelado la jerarquía de los mundos invisibles, de los infiernos y los cielos, que no están más allá sino aquí, que no son lugares sino estados.

       Guénon, escribe, ha hecho comprender esto y más “por su crítica del individualismo, restituyendo a la personalidad y al Sí-mismo (Soi), como dicen los hindúes, el papel que el individuo había ideológicamente usurpado”.

       Ahora caigo en la cuenta de que el modesto mensajero que llegó a mí nunca empleó el pronombre personal “yo” durante los episodios de nuestro trato. Parecería una costumbre natural entre aquellos quienes van hacia la realización espiritual, así sea entregando un libro a su inadvertido destinatario casi veinte años después de que sin saberlo éste lo ha encargado.

          Ese misterio tremendo que llamamos realidad.

Tomado de https://morfemacero.com/