Abstenerse no es renunciar

Abstenerse no es renunciar

Tomado de https://letraslibres.com/
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La elección judicial programada para el 1 de junio ha generado un amplio debate en distintos sectores de la opinión pública. Para muchos, no se trata de un ejercicio real de democracia participativa, sino de una estrategia cuidadosamente diseñada desde el poder para consolidar el control sobre el Poder Judicial. A la ciudadanía se le ha ofrecido la imagen de una elección popular, cuando en realidad lo que se pone en marcha es un mecanismo de captura institucional.

Este proceso, según diversos analistas y observadores, está marcado por una serie de irregularidades tanto en su diseño como en su ejecución. Se ha argumentado que participar en estas condiciones no representa un ejercicio efectivo del derecho al voto, sino la convalidación de una puesta en escena cuya finalidad es legitimar decisiones previamente tomadas. Bajo esta perspectiva, abstenerse no significa renunciar a la vida democrática, sino ejercer una forma de resistencia frente a la instrumentalización del voto ciudadano.

Uno de los aspectos más problemáticos es la dimensión del proceso. Cada ciudadano recibirá seis boletas con cientos de nombres que incluyen aspirantes a ministros de la Suprema Corte, magistrados del Tribunal Electoral, jueces de distrito y magistraturas locales en 19 entidades federativas. El volumen de opciones, sumado a la escasa información verificable sobre los perfiles, convierte la decisión electoral en una tarea casi imposible. En este contexto, votar de manera informada se vuelve una expectativa poco realista.

Además, se ha planteado que esta no es una reforma orientada a democratizar la justicia, sino a centralizar su control. Elegir jueces por voto popular no fortalece la independencia judicial; por el contrario, introduce incentivos perversos al vincular la labor jurisdiccional con la lógica electoral. Un juez no representa intereses ni ideologías, representa la ley. Su función no es agradar a una mayoría momentánea, sino aplicar el derecho con imparcialidad.

El modelo propuesto debilita los criterios de idoneidad. Basta una calificación promedio de ocho, un título universitario y, en algunos casos, una carta vecinal. Estos requisitos sustituyen criterios de excelencia profesional y trayectoria jurídica por umbrales básicos que abren la puerta a la subordinación política. La justicia deja de ser ciega para volverse funcional al poder.

Las condiciones organizativas del proceso también son motivo de preocupación. El Instituto Nacional Electoral (INE), debilitado institucionalmente, no contará los votos en casilla. Los funcionarios de casilla se limitarán a contabilizar las boletas depositadas, sin identificar cuántos votos obtuvo cada aspirante. Las boletas no utilizadas no serán canceladas, lo que deja margen para su uso indebido. No se prevén resultados preliminares la noche de la elección, y el conteo se realizará en los consejos distritales, sin garantías plenas de vigilancia ciudadana.

Otro elemento que ha encendido alertas es el crecimiento inusual en el número de solicitudes para fungir como observadores electorales. El INE ha recibido más de 316 mil solicitudes – terminó aceptando arriba de 150 mil–, frente a las poco más de 34 mil de la última elección presidencial. Aunque la participación ciudadana es deseable, este aumento abrupto despierta sospechas sobre la figura central del observador electoral, utilizado para intervenir en la jornada electoral, no para auditarla.

Los cuestionamientos alcanzan también la estructura institucional del proceso. Los comités de evaluación, que debieron garantizar la integridad del procedimiento, estuvieron integrados por personas con vínculos directos con actores políticos. A ello se suma la decisión del Senado de la República de sortear mediante tómbola algunas listas, y la suplantación del comité evaluador por parte del Tribunal Electoral el 31 de enero. La reincorporación extemporánea de tres ministras en funciones, previamente excluidas del listado, refuerza la percepción de un procedimiento manipulado.

Si bien el foco crítico ha recaído en el partido gobernante, es importante señalar que otras fuerzas políticas han replicado estas prácticas en los estados que gobiernan. La idea de que la responsabilidad es exclusiva del oficialismo no resiste el análisis. Al reproducir los mismos mecanismos de captura, los partidos de oposición contribuyen a erosionar la legitimidad del sistema en su conjunto. El resultado es un ciudadano que se percibe atrapado entre opciones equivalentes en su deterioro institucional.

Desde una perspectiva histórica, este dilema no es nuevo. Durante el autoritarismo priista, también se discutía la pertinencia de participar en procesos electorales cuyo resultado estaba determinado de antemano. En aquel contexto, sin embargo, el debate giraba en torno a si la vía del cambio era electoral o insurgente. Hoy no hay tal disyuntiva. Lo que está en juego no es la forma del cambio, sino la legitimidad de un ejercicio que se presenta como elección sin serlo.

En una democracia funcional, la justicia no puede ser sometida al vaivén de mayorías momentáneas ni a la voluntad del Ejecutivo. La autonomía judicial es una condición esencial para el equilibrio de poderes y la protección de los derechos. Convertir el nombramiento de jueces en un ejercicio de popularidad vacía de contenido la idea misma del Estado de derecho.

También es necesario advertir sobre las consecuencias políticas del descrédito institucional. El INE, órgano que por décadas representó un avance en materia electoral, ha sido debilitado a tal grado que ya no cuenta con la confianza suficiente para arbitrar procesos con imparcialidad. En lugar de fortalecer su papel, se le ha vaciado de facultades y credibilidad. Es previsible que, una vez celebrada la elección judicial, se le responsabilice de los errores del sistema. Así, se construirá el pretexto para una nueva reforma electoral.

El 1 de junio se votará bajo condiciones que distan de un ejercicio democrático legítimo. Frente a ello, distintas voces consideran que la abstención no debe interpretarse como desinterés, sino como un acto crítico frente a la simulación institucional. No se trata de inhibir la participación ciudadana, sino de reconocer que no todas las convocatorias al voto son iguales. En ciertas circunstancias, participar puede equivaler a legitimar un retroceso.

Se puede disentir sobre las formas de acción política, pero lo que parece innegable es que el proceso electoral en curso no cumple con los principios que deberían guiar una elección judicial seria: información suficiente, garantías de imparcialidad, integridad organizativa y respeto por la autonomía judicial. En su ausencia, la responsabilidad ciudadana no consiste en fingir normalidad, sino en denunciar los mecanismos que la distorsionan.

Se requiere una vigilancia activa, no solamente sobre los actores políticos, sino también sobre las condiciones que hacen posible la democracia. No basta con acudir a las urnas: es necesario saber qué se está votando, bajo qué reglas, con qué garantías y con qué fines. Sin ese piso mínimo, el voto deja de ser instrumento de cambio para convertirse en coartada del poder.

Bajo este marco, la crítica no es un acto de deslealtad institucional, sino una forma de compromiso con los principios que deberían sostener una República. Se puede disentir con serenidad y firmeza. Se puede señalar con argumentos y no con consignas. Y se puede decir que no, sin renunciar al ideal democrático. Porque hay momentos en que abstenerse también es una manera de cuidar la democracia.

Que así sea. ~

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