El motor imperial del fascismo

El motor imperial del fascismo

Tomado de https://vientosur.info/


La extrema derecha avanza en todo el mundo. Ante esta dinámica, la izquierda se debate sobre la forma adecuada de calificarla: algunos sectores utilizan el término fascismo, mientras que otros consideran que tal calificación carece de lucidez. Algunos marcos analíticos podrían permitir salir de este debate minado y se debatirán en una sesión plenaria de nuestra universidad de primavera de 2025.

En varios países, la extrema derecha ya está en el Gobierno, dirigiéndolo o en coalición. Cuando no ha accedido formalmente al poder, su hegemonía ideológica en el debate público empuja (aún más) hacia la derecha a una clase dirigente radicalizada por la crisis generalizada del capitalismo. En la izquierda se ha abierto un intenso debate sobre la forma adecuada de calificar esta dinámica: ¿es pertinente hablar de fascistización, o incluso de fascismo?

El debate podría parecer meramente teórico, incluso semántico. En realidad, el uso del término fascismo, al igual que su rechazo, traza perspectivas políticas. En efecto, reducir el desacuerdo a su sola dimensión histórico-teórica oculta la dimensión afectiva y movilizadora del concepto de fascismo en sí mismo para una parte de nuestro campo. 

Debilidad de los enfoques analógicos
Para determinar el carácter fascista (o no) de la extrema derecha contemporánea, a menudo se recurre a la historia como referencia. El enfoque es entonces analógico: se trata de identificar las continuidades y discontinuidades entre los fascismos históricos y las formas contemporáneas de la extrema derecha. Así, sería necesario cumplir una serie de criterios históricamente determinados para que resultara pertinente calificar de fascistas a las fuerzas políticas contemporáneas. Hablar de la historia del fascismo es evidentemente necesaria, pero su carácter generalmente analógico socava de entrada cualquier debate sobre la posible existencia de un fascismo en nuestra época. De hecho, no se puede llegar a un consenso sobre el establecimiento de criterios del fascismo, ya que tanto su número como sus modalidades de cumplimiento pueden ser objeto de un debate interminable.

Pensar el fascismo, tanto en el pasado como en el presente, requiere más bien considerar la dinámica en la que se inscribe, es decir, relacionarlo con su contexto en lugar de fijarlo en sus formas históricas. Dado que la sociedad de los años veinte y treinta era radicalmente diferente de la sociedad actual, la imposibilidad de reproducir el fascismo de forma idéntica es una evidencia con la que no podemos conformarnos.

Nuevo contexto, nuevo fascismo
El carácter materialista de un análisis reside siempre en el ajuste de sus categorías, más que en su fetichización. El caso del fascismo no es una excepción a la regla: para pensar en él en su contexto, es necesario poner de relieve las características de este último. Si bien es imposible trazar aquí un panorama global de la sociedad contemporánea, hay dos elementos destacados que merecen ser mencionados para pensar el
nuevoa fascismo, más allá de una cierta continuidad ideológica en torno a la regeneración nacional, ya sea formulada en términos raciales o culturales.

El análisis marxista del fascismo como producto del capitalismo permite caracterizar su dinámica: tanto en el siglo pasado como en la actualidad, este se arraiga en una profunda crisis económica. Sin embargo, el capitalismo ha experimentado profundas transformaciones en los cien años que separan ambas situaciones. 

Por un lado, la economía mundial ha sido objeto de un proceso de transnacionalización durante los últimos cuarenta años: el Estado-nación parece cada vez menos el principal marco de organización de la economía, ya que los capitalistas colaboran ahora directamente en mercados que superan el poder regulador nacional, el cual parece hoy debilitado frente al poder del capital, alimentando así una cierta tensión nacionalista. 

Por otro lado, la propia estructura de clases se ha transformado radicalmente. El antagonismo histórico entre la burguesía y el proletariado no ha desaparecido, pero se ha vuelto más complejo, tanto objetivamente –con el notable desarrollo de una clase directiva compuesta por agentes subordinados al dominio del capital– como subjetivamente, a través de la crítica de la identidad obrera, masculina y blanca promovida por el movimiento obrero tradicional. La sociedad capitalista aparece así como particularmente atomizada, lo que convierte a la nación en uno de los únicos marcadores identitarios a los que aferrarse.

En los años veinte y treinta, el movimiento obrero era el principal adversario del movimiento fascista en la arena política. Este último se construyó entonces, en el plano organizativo, contra el espectro de la revolución y el socialismo que aún acechaba a Europa. El retroceso del movimiento obrero y el advenimiento del neoliberalismo desde los años ochenta cambiaron radicalmente las coordenadas políticas de la época. Al tener ahora como principal rival en la arena política al neoliberalismo, las fuerzas fascistas trataron de asimilar y reformular sobre todo los elementos ideológicos y discursivos de este último en función de su proyecto de regeneración nacional. 

Este nuevo contexto político impide cualquier fetichización de las formas históricas de los regímenes fascistas, que no eran más que la materialización históricamente situada de una relación de fuerzas específica que ya no existe. Se trata, pues, más bien de centrar la atención en el tipo de reacción política que representa el fascismo.

Inscribe el fascismo en la larga historia del imperialismo
Siguiendo los trabajos sobre el fascismo tardío de Alberto Toscano, quizá sea preferible un análisis a largo plazo a las analogías históricas. Al igual que otros, el teórico italiano caracteriza el auge del fascismo como un producto de la crisis del capitalismo, pero va más allá al mostrar que esta crisis es a su vez consecuencia de una forma de declive imperial. 

Ayer como hoy, el capital occidental veía efectivamente amenazada su hegemonía mundial, lo que ponía en peligro el buen crecimiento de los beneficios. Desde la base social fascista, el modo de vida imperial –que se basa estructuralmente en el intercambio desigual a escala mundial, es decir, en la explotación asimétrica de los recursos naturales, el trabajo y las capacidades de regeneración ecológica del resto del mundo– también se vería amenazado. No se trata de identificar una continuidad entre los fascismos históricos y contemporáneos, sino más bien de insistir en que ambos tienen sus raíces en una historia común, la del imperialismo occidental.

Este gesto permite des-singularizar ciertas formas específicas del fascismo histórico. Para refutar la existencia de un fascismo contemporáneo, a menudo se esgrime la ausencia de milicias organizadas. Un enfoque analógico considera efectivamente este criterio como esencial, pero lo entiende de manera rígida. Por el contrario, la inscripción del fascismo en la larga historia del imperialismo permite mostrar que la propia forma del partido-milicia tiene su origen en la violencia colonial europea de finales del siglo XIX y principios del XX. Y se oponía al poder del movimiento obrero tradicional, que también se apoyaba en franjas paramilitares. 

Hoy en día, el ejercicio fascista de la violencia racial se inscribe en otro contexto imperial, marcado por el capitalismo globalizado, así como por la debilidad de un movimiento proletario organizado. Sus fuentes se encuentran, por tanto, más en la represión policial (cuyos medios técnicos se han incrementado considerablemente durante el último siglo), la violencia en las fronteras y el encarcelamiento masivo. 

Ayer como hoy, la violencia fascista no se caracteriza por un cambio de naturaleza, sino más bien por un cambio de escala y una institucionalización aún mayor de formas de violencia estatal preexistentes.

¿Fascismo mundial o fascistización del mundo?
La crisis de la hegemonía imperial de las potencias occidentales alimenta así el auge de movimientos fascistas, o incluso fascistas, dentro de sus regímenes liberales. Más allá de las especificidades nacionales, esta dinámica puede parecer una auténtica apisonadora. En una parte de la izquierda, el espectro de un fascismo mundial alimenta así inquietudes legítimas, pero engañosas, sobre la verdadera naturaleza del enemigo al que nos enfrentamos. Esta fórmula sugiere efectivamente que se está constituyendo un régimen transnacional a escala planetaria, gracias a la colaboración de las extremas derechas más allá de las fronteras nacionales en las que operan tradicionalmente.

A pesar de ciertas apariencias, no se perfila ningún fascismo mundial. La identificación habitual de una internacional fascista contribuye en particular a la confusión. Es cierto que algunos dirigentes de extrema derecha, hayan accedido o no al poder, parecen apoyarse mutuamente en la conquista del poder, como lo demuestra, por ejemplo, la implicación de Elon Musk en las recientes elecciones federales alemanas. Sin embargo, esta colaboración no es definitiva: los gobernantes fascistoides, o incluso fascistas, siguen defendiendo los intereses supremos de la nación como razón de ser.

Si nos fijamos en la política imperial de los gobiernos fascistas, podemos ver las cosas con más claridad. Desde su regreso al poder, Donald Trump ha reorientado radicalmente el imperialismo estadounidense volviendo a una forma particularmente estricta de unilateralismo. La retirada de Estados Unidos de una serie de marcos internacionales de colaboración se está llevando a cabo en nombre del lema America first, que refleja la primacía de los intereses estadounidenses sobre cualquier otra racionalidad política. La llegada al poder de la extrema derecha en algunos Estados europeos parece entonces un dato relativamente secundario, que no influirá en la sumisión del Viejo Continente que persiguen Donald Trump y su Gobierno. Sus cambios de postura en la cuestión de los aranceles aduaneros forman parte de la misma estrategia imperialista destinada a reforzar el poder del capital estadounidense en la economía mundial, en una guerra comercial contra China. El atolladero de Ucrania también debe interpretarse en este sentido: el destino del pueblo ucraniano es secundario para el poder estadounidense, que da prioridad a la negociación con el Kremlin para sacar provecho de la agresión rusa. Estos ejemplos son facetas de un mismo unilateralismo con acentos fascistas.

El riesgo al que nos enfrentamos hoy no es el de un fascismo mundial, sino más bien el de una fascistización del mundo: las extremistas derechas fascistas se apoyan mutuamente en la conquista del poder, pero sus afinidades ideológicas no las llevarán necesariamente a colaborar en una misma dirección política. No es de extrañar, pues, que su alianza parezca profundamente inestable, esclerotizada por la competencia capitalista-imperialista de la que son producto los movimientos y regímenes fascistas. 

Antoine Dubiau, autor de Ecofascisme (Éditions Grévis, 2022).

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Traducción: viento sur

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