“¿Cómo hago yo para que no me echen de la fiesta?”, se pregunta Mendoza a través de sus personajes. Y esta pregunta, que todos nos hacemos de una forma u otra, tal vez sea la raíz principal de su éxito. Un éxito avalado por la crítica y los libros de texto y un entusiasmo compartido entre cantidades masivas de lectores (cualquiera que lo haya visto firmando ejemplares en Sant Jordi o en la Feria del Libro sabrá a qué me refiero); es decir, prestigio académico y aceptación popular. De este feliz y por tanto inusual matrimonio dan cuenta galardones como el Cervantes, el último Princesa de Asturias o el Planeta, que de vez en cuando se premia a sí mismo premiando a un escritor (aunque su Riña de gatos, todo hay que decirlo, no sea de sus novelas más redondas).
Al igual que Javier Marías, Álvaro Pombo, José María Merino, Soledad Puértolas o Lourdes Ortiz, Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) pertenece a la “Generación del 68”, que son aquellos nacidos entre finales de la guerra y el medio siglo. Con La verdad sobre el caso Savolta (1975), su primera novela, publicada poco antes de la muerte de Franco, logró liberar a la literatura española de la celda en que voluntariamente se había recluido: un acusado experimentalismo que seducía a los mandarines y expulsaba a los lectores; tal vez esta etapa, influida por el Nouveau roman e inaugurada de algún modo por la excelente Tiempo de silencio (1962), la novela de Martín-Santos, fuera la respuesta inconformista al pantano claustrofóbico del franquismo. En todo caso, la ópera prima de Mendoza no está exenta de las técnicas narrativas más vanguardistas –caos temporal, perspectivismo múltiple, táctica suspensiva aprendida de Faulkner, esto es, fragmentar la narración en clímax parciales para que el lector pueda reunir toda la información al final de la misma–, pero siempre supeditadas al poder de la historia, al antiguo y querido y emocionante don de contar: pura narración y presencia constante del diálogo, recursos tan cervantinos como la suave ironía que maneja. Clásica y a la vez moderna, ambiciosa y amena, Savolta, que en principio iba a llamarse Los soldados de Cataluña, título rechazado por la censura, supo conectar con el anhelo de imaginación que buscaba el lector español y fue todo un aldabonazo en las puertas recién abiertas de la democracia. “Siempre he pensado que hay dos grandes modelos literarios: Dickens y el Tolstoi de Guerra y Paz. Esta última lo reúne todo. En un símil cinematográfico podríamos decir que oscila entre la superproducción y el arte y ensayo”, declara el propio Mendoza. Pastiche literario, aleación de géneros, lenguajes y tonos, la novela, terminada justo antes de marcharse a Nueva York, donde vivió entre 1973 y 1982, también está impregnada del hechizo impresionista de Baroja –escritor a quien tanto debe y dedicó más que una biografía un pequeño y sugestivo retrato literario–, el contraste de las clases sociales en Dostoyevski, el esperpento, y la audacia de un Dos Passos a la hora de incluir noticias periodísticas, cartas, telegramas, memorias, documentos, etc. En sus siguientes novelas, El misterio de la cripta embrujada (1978) y El laberinto de las aceitunas (1982), las dos primeras entregas de las cinco protagonizadas por el detective anónimo –un loco muy cuerdo vestido con los ropajes de la picaresca, subgénero literario inventado en España, ¿dónde si no?, y cultivado desde un prisma moderno por autores como Baroja en su Silvestre Paradox, tal y como señala Juan Valera–, adelgaza la complejidad de estructuras y tramas para intensificar su cualidad paródica de los modelos narrativos, en este caso un espejo deformante de la novela policiaca, que tanto consumió en sus años americanos: Ross McDonald, Hammett, Chandler (“El largo adiós es la novela que a mí me hubiera gustado escribir”), en un ingenioso y humorístico juguete posmoderno donde el lenguaje desempeña un papel primordial. ¿Acaso no recuerda a Cervantes en su propósito de poner en solfa las fábulas de caballerías? Con La ciudad de los prodigios (1986), para algunos su mejor novela, retoma la exigencia y ambición literarias de Savolta en un relato de corte más clásico ambientado en una Barcelona mítica que respira y crece entre las exposiciones universales de 1888 y 1929.
Vistos con distancia, en estos primeros títulos quedarían establecidas las dos líneas dominantes de la narrativa mendoziana: la “novela paródica” y la “novela histórica”, en clasificación de Sanz Villanueva, aunque obviamente la materia viva y escurridiza del arte sea refractaria a dejarse confinar en rígidas clasificaciones, y más todavía en una obra, ya se ha dicho, que participa de numerosos materiales; La isla inaudita (1986), por ejemplo, novela que leí siendo adolescente y que recuerdo muy romántica y de atmósfera onírica y fantasmal, pienso que quedaría al margen de esta división.
Dice Natalia Ginzburg que cada novelista o poeta posee un tiempo verbal secreto. Quizás el tiempo verbal de Mendoza sea el pretérito, no lo sé, pero sí estoy seguro de que toda su literatura está atravesada por el desengaño. Un desengaño que proviene de no entender el mundo que nos rodea. Tal vez sea el mismo que le ha hecho proclamar en varias ocasiones la muerte de la novela o el repetido anuncio, por suerte jamás cumplido, de no volver a escribir. Crucemos los dedos para que este nato contador de historias siga haciéndolo y así la fiesta dure algo más.
Tomado de https://letraslibres.com/
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