▲ Vista posterior del palacio de gobierno, frente a la plaza Tlaxcalteca, en Saltillo, Coahuila. Imagen del 11 de octubre de 2007.Foto José Carlo González
A
uténticamente jadeando, resollando, resoplando subí la calle de Victoriano Cepeda en la que yo vivía, hasta llegar a la terraza desde la que se contemplaba la, en ese entonces, pequeña pero hermosa ciudad de Saltillo, capital del estado de Coahuila. En torno de ese mirador natural, se extiende el antiquísimo, fundacional, Barrio del Ojo de Agua.
Al final de la calle se iniciaba un mon-tículo que llevaba a una terraza que era como un autocinema (si hubiera habido algún auto capaz de subir esa loma). Más a mi derecha vi la bellísima capilla, no imponente sino pequeña, sencilla, humilde y acogedora. Según el genial humorista Jardiel Poncela, ésta sería la casa que Dios habría escogido para pernoctar durante su tournée a este planeta. (Ver el jocoso relato de este autor español, que describe las peripecias de la divina visita que al Señor se le ocurriera realizar a nuestro planeta). Una decena de asistentes que resguardaban el acto me inquirieron ¿usted es el joven que va a discursiar
? Asentí con la cabeza, porque el aire no me daba para decir, sí. Los guardaespaldas, que por esta ocasión lo eran tanto de la cabeza, como de otras partes más al sur de mi continente posterior, me acomodaron en una banca que tenía un letrerito: oradores
. En ese momento la música acalló a la música, es decir, que las cornetas y tambores de la banda de guerra de la sexta zona militar tocaron una vibrante diana en honor del candidato que en esos momentos hacía su entrada. Ante esta sonora agresión, los requintos, los contrabajos, los violines enmudecieron (o séase, como diría José Alfredo: los mariachis callaron
), sabiendo que ya les llegaría el momento en que a los primeros acordes recuperarían la atención y predilección del respetable, al recordarles a Ella
, La cama de piedra
, Viajera que vas
, Quinto patio
y muchas más de aquellos ayeres, que todos los asistentes sabían y solían corear. El infantil duelo musical fue interrumpido por la aguda voz del maestro de ceremonias llamado Raymundo de la Cruz López, abogado que jamás se había parado en un juzgado, pero quien a cambio era poeta, orador y el más popular de los casamenteros de la localidad y sus alrededores. Cuando viajaba a uno de estos lugares, exigía transporte particular y alimentos para él y su acompañante o acompañanta. Su tarifa era variable: con discurso o sin él. Obviamente el más costoso era el segundo. A la presentación del presidium, y obviamente del candidato, le dedicó más tiempo que el usado por todos los representantes de las fuerzas revolucionarias del municipio. Por fin cuando mi desconcierto era mayúsculo y mi amor propio estaba por los suelos, una rabia infinita que me llevó a ponerme en pie y comenzar a retirarme, pero a escondidillas, replegado a la pared. De pronto un guardián de los del principio, pensando que buscaba cómo llegar a la tribuna, me arrastró y me puso frente a los micrófonos y a una multitud, que harta de tanta palabrería, buscaba pretexto al relajo y la chacota (el profeta Daniel, se ha de haber sentido más tranquilo en la fosa de los leones a la que fue arrojado, que yo en estos momentos y circunstancias). Ante la imposibilidad de volar, desaparecer o fingir un síncope vasovagal o sea pérdida de conciencia, inicié mi perorata con una rotunda afirmación: Dice Ortega y Gasset que el orador contemporáneo, ni dice lo que piensa, ni piensa lo que dice y rara vez hace lo que piensa o dice.
No había terminado mi entrada cuando desde el fondo del graderío una potente voz retumbó en el espacio de la reunión: “Despreocúpate, cuñáo este ‘orteguita’ siempre ha sido bien cábula. Ni caso le hagas.” Aguanté el golpe y seguí adelante: “Al caminar las calles de este, nuestro pueblo, voy recorriendo la historia de la patria. La nomenclatura de las calles, es un homenaje de ciudad a los grandes hombres que a la patria han construido. Hasta allí iba yo bien, pero que se me ocurre decir: por eso, como un solo hombre, todos debemos emitir nuestro voto
. Y que se para una señora y reclama: “perdóneme que le corrija pero si todos van como un solo hombre, pues vamos a perder aunque séamos
muchos.
Tomado de https://www.jornada.com.mx/
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