septiembre 17, 2025

Amando a la reina

“Al subir al cadalso en la Plaza de la Concordia perdió un zapato y con el otro pisó accidentalmente el pie del verdugo. “Perdón, señor, no lo hice a propósito”, fueron sus últimas palabras. Cuando la cuchilla cayó sobre su cabeza...

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

La Revolución Francesa, ese horror sangriento del que nació la modernidad, fue brutal con la reina, más aún que con el rey, porque María Antonieta, la calumniada “austriaca”, como era despectivamente llamada, concentraba el odio popular inducido por sus enemigos, quienes abundaban en número mucho mayor que los de su esposo, Luis XVI.

       Primera escena: ella llega, joven archiduquesa enviada por su madre, María Teresa de Austria, a casarse con el delfín de Francia, otro imberbe. En su tragedia estuvo ser tan bella, como mostró al ser desnudada por exigencia protocolar de los franceses a quienes ahora pertenecía, y dejar detrás de sí toda prenda y todo objeto provenientes de su origen. La entrega se efectuó, después de arduas negociaciones diplomáticas entre las cortes, en una deshabitada islita de arena en el Rhin, entre Kelh y Estrasburgo, a la mitad de los dos reinos. 

       Al verlo subrepticiamente días antes de la ceremonia, el entonces adolescente Goethe se quejó con vehemencia del mal presagio que significaba para la futura reina un gobelino colgado en el gran salón donde María Antonieta entraría como archiduquesa y saldría como delfina, representando “lo más inconveniente posible para una solemnidad de bodas” —escribe Stefan Zweig en su gran biografía sobre la desdichada reina, uno más de los tantos fieles, si no de María Antonieta directamente, sí de la incomparable fatalidad de su predestinación—: la leyenda de Jasón, Medea y Creusa. Su madre, la reina María Teresa, quien ha arreglado la importante y delicada boda que tejerá alianzas estratégicas entre los Habsburgo y los Borbones, la deja partir de Viena hacia París teniendo un amargo presentimiento sobre su destino. Nunca más volverá a verla.

       Segunda escena: Los primeros tiempos en Versalles fueron locos y felices, deliciosamente irresponsables, y no importaron los siete años que el indeciso Luis XVI tardó en tomar la virginidad de su adorable reina y frecuentar su lecho para hacer obra de varón, como dirían los antiguos. Dicha indecisión será su signo, su mal fario hasta el final: actuando tarde, huyendo tarde, decidiendo tarde ante la sistemática demolición de su reinado en el patíbulo.

       Todo se le permitió a María Antonieta, quien partía hacia la Ópera y las noches parisinas rodeada de alegres jóvenes aristócratas y cubierta por un antifaz desde Versalles. Organizaba casinos y jugaba, necesitada siempre de dinero para más moda y más diversión. Pero el amante llegó después. Una reina frívola que no se sentía atraída por su tarea, que no quería comprender el tiempo sino matarlo. Coge la corona, escribe su biógrafo, como si fuera un juguete, no quiere utilizar el poder sino gozar de él. Su error fatal: desear triunfar como mujer en vez de hacerlo como reina. Jovencita descocada, reina frívola del rococó.

       Tercera escena: El presente se funda en el pasado. El colapso de los Borbones comenzó cuando el autócrata Luis XIV levantó en Versalles el palaciego símbolo de ello, un deslumbrante altar a su propia persona, y la corte dejó París: irreparable ruptura con la cual el rey anunció a Francia que él lo era todo y el pueblo nada. El camino de regreso lo recorrerían sus descendientes obligados por la hambrienta plebe, por vendedoras del mercado, por campesinos famélicos, por madrotas furiosas y busconas desesperadas.

        Cuando todo estalla, con María Antonieta mediáticamente convertida en la bruja puta que debe ser sacrificada junto con su hijo, el sucesor del rey ejecutado, según pedían los furiosos libelos que algunos jefes revolucionarios publicaban contra ella, ocurre una metamorfosis inesperada: por fin el dolor convierte a María Antonieta en reina. Su marido no lo logra, ningún aprendizaje hay para el limitado rey indeciso que nunca altera su parsimonia dubitativa originada por el vacío. Llega el final de la estirpe reinante cuando le toca el turno a un sucesor cuyas únicas pasiones son la caza y la cerrajería, mientras es rey de un país que se destruye entre un orden que se evapora.

       Durante su reinado María Antonieta jamás salió más allá de un radio de quince kilómetros. Nunca conoció ni el país ni la sociedad a los que había llegado. Creía que el paraíso en el que ella vivía era el de todos. Al sobrevenir la catástrofe cruzó Francia en un coche con las cortinas cerradas intentando huir sin lograrlo. Fue detenida en Varennes por los pobladores después de salir disfrazada de las Tullerías junto con su marido, sus hijos y unos cuantos acompañantes de la corte. El intento de fuga fue tan ingenuo y mal planeado como lo habría sido su mismo reinado.

        Y sin embargo, la dignidad postrera con que encaró el destino significó una expiación. Luego se dirá que en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos. La amaron muchos entonces, carceleros, guardianes y verdugos. Hasta los jefes revolucionarios se refinaban en su presencia. Ese poder curativo, esencialmente femenino, no lo pudo aplicar en ella misma. 

        Una gris mañana del 16 de octubre de 1793 los parisinos salieron a las calles de la ciudad, colmaron los balcones y se encaramaron en los tejados para ver pasar a María Antonieta con las manos atadas a la espalda y de pie en una carreta abierta, a diferencia del carro cerrado en que había sido transportado el rey nueve meses antes, camino a la guillotina. 

       El pueblo la insultó a lo largo del trayecto entre abucheos y vejaciones. Iba de blanco ya que por órdenes oficiales no le permitieron vestirse de negro, mientras los guardias presenciaban en la celda su último cambio de ropa, como años atrás cuando se mostrara desnuda ante extraños al llegar núbil y casadera a su nueva patria. Una vez al nacer como francesa y otra al morir ya siendo tal. 

       Había sido condenada por razones sexuales más que políticas. Uno de los dirigentes la acusó ante el tribunal revolucionarios de depravaciones entre las que se contaban enseñar a su hijo a masturbarse y compartir su cama con él, así como haber castrado a la monarquía con sus maléficos poderes. Se defendió de las viles infamias con inmensa pero inútil dignidad. Fue condenada unánimemente por el jurado.

       Al subir al cadalso en la Plaza de la Concordia perdió un zapato y con el otro pisó accidentalmente el pie del verdugo. “Perdón, señor, no lo hice a propósito”, fueron sus últimas palabras. Cuando la cuchilla cayó sobre su cabeza se impuso en la plaza un pesado silencio. 

       El cielo siguió gris, como ya lo estaban sus cabellos.

Tomado de https://morfemacero.com/