El laberinto del mundo
José Antonio Lugo
Hace unos días se cumplió un aniversario más —18 de noviembre— de la muerte del novelista francés. Por ello, hoy lo recordamos. Quizá los tres mejores novelistas de la literatura francesa fueron François Rabelais, el Cervantes francés, autor de Gargantúa y de Pantagruel, que institucionalizó la risa, la joie de vivre; Gustave Flaubert, que cambió la historia de la novela al poner al estilo, la prosa, por delante de la trama y, en el siglo XX, Marcel Proust, quien con su novela en siete volúmenes A la búsqueda del tiempo perdido creó una obra imperecedera, de enorme penetración psicológica, belleza formal y planteamientos estéticos.
I. El deseo y la realidad (parafraseando a Cernuda)
A la búsqueda del tiempo perdido es una novela que se despliega a lo largo de muchos años. Comienza con el narrador siendo niño que sufre porque su mamá no le va a dar el beso de las buenas noches, porque su padre considera que está muy consentido. Sin embargo, finalmente da su brazo a torcer y no sólo permite el beso, sino que la mamá duerma a su lado. La expectativa, la frustración y, después, un goce inesperado y sobrecogedor… El narrador se da cuenta de que el placer que imaginó tendría al recibir el beso materno fue mayor que el que tuvo en la realidad. Esa terrible verdad permea toda la novela. La realidad, aún en los momentos sublimes, no alcanza el nivel de lo que imaginamos desde el deseo. Y la novela termina, simbólicamente, cuando el narrador, celoso de su amante Albertine, la ve dormida y se da cuenta de que así, dormida «como los animales y las plantas» es más suya que cuando está despierta. La posesión amorosa y erótica es imposible, una falacia, porque no se puede aprehender lo que no nos pertenece, porque el otro, la otra, el objeto de nuestro amor y nuestro deseo, tiene otras preocupaciones, otros deseos, otros traumas y son sólo las puntas de los icebergs de los dos las que se comunican con torpeza a través de los besos.
II. El museo imaginario de Marcel Proust
De paso por la librería francesa del sur de la ciudad de México, me topé con un libro excepcional: El museo imaginario de Marcel Proust, traducido al francés a partir de la versión inglesa de Eric Karpeles. El autor, concienzudo lector de la obra maestra de Proust, sabe que la novela está llena de referencias, algunas explícitas y otras un tanto soterradas o incluso imaginarias, de algunos de los famosos cuadros de la historia del arte, toda vez que Marcel se nutrió de la tradición clásica, desde el Renacimiento hasta Whistler, pero escribió su obra en la época de las grandes vanguardias artísticas. Entonces, la monumental y erudita tarea de Karpeles fue enumerar todas las referencias pictóricas de A la búsqueda del tiempo perdido y colocar las imágenes de esos cuadros en su libro, acompañando cada una con el fragmento de la novela que alude a esa pintura. Al hacerlo ¡vaya trabajo descomunal, brillante! nos ofrece también algunas claves secretas para comprender mejor la obra de Proust.
III. Una hermenéutica proustiana a partir de los cuadros de la novela
a. La novela como una sucesión de motivos que establecen pequeñas diferencias entre ellos. Karpeles nos muestra la fascinación de Proust por la serie de cuadros que pintó Monet sobre el tema de los nenúfares, y que se exhibió en la galería Durand-Ruel, en París. Dice Proust: «Imaginemos hoy a un escritor que tuviera la idea de trazar veinte veces, con una luz diferente, el mismo tema, y que tendría la sensación al hacerlo de crear algo profundo, sutil, abrumador, original, que atrape, como las cincuenta catedrales o los cuarenta nenúfares de Monet». Así se explicaría que la enorme novela se despliega como un tapete persa a lo largo de sus siete volúmenes.
b. Los pintores favoritos de Proust. Eran Mantegna, Rembrandt, Tiziano, las naturalezas muertas de Chardin, Turner, Whistler y, sobre todo, Vermeer, ante cuyo cuadro muere el escritor Bergotte, en la novela. En ella, las búsquedas estéticas de estos creadores se convirtieron en una trinidad: el escritor Bergotte, el compositor Vinteuil y el pintor Elstir.
c. La influencia de Baudelaire y de John Ruskin. En el extraordinario libro Baudelaire, critique de art (Folio, Gallimard, 1976) se compilan los ensayos de arte del autor de Las flores del mal para los «salones» de 1846, 1855 y 1859. En estos salones se exhibían los cuadros de los independientes, aquellos artistas que no eran del agrado de las galerías, llamémoslas así, burguesas, que ya tenían gustos codificados para una burguesía con poder adquisitivo. En las notas de Baudelaire abrevó Proust, así como en las del crítico inglés John Ruskin. Según Karpeles, Ruskin consideraba que la belleza y la moral eran indisolubles, por lo que criticaba a Whistler, a quien Proust admiraba, lo que permitió que terminara alejándose del crítico inglés, a pesar de la enorme influencia que ejerció sobre su obra.
d. El museo imaginario de Marcel Proust. Botticelli, Degas, Delacroix, Durero, Giotto, Gris, Monet, Moreau, Rembrandt, Renoir, Rubens, Tiziano, Turner, Velázquez. Vermeer, Watteau y Whistler son sólo algunos de los pintores cuyos cuadros reproduce Kespeler, junto con los fragmentos de A la búsqueda del tiempo perdido que a ellos se refieren, como señalamos con anterioridad.
Sin duda, este libro es una joya. Leerlo nos permite no sólo comprender la crítica de arte que, desde un conocimiento profundo de la pintura —y también de la música, por cierto—, Proust ejerció desde dentro de su novela.
La lectura de este libro es, también, una formidable clase de estética e historia del arte y, por supuesto, una invitación a leer o releer —-amigo lector de Morfemacero— la novela inconmensurable de Marcel Proust.
Tomado de https://morfemacero.com/
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