Ta Megala
Fernando Solana Olivares
Permítase citar: “Siempre me resultó un obstáculo en mi vida y en todo lo que emprendí que hasta una edad bastante avanzada no fuera capaz de formarme una idea lo suficientemente clara de la pequeñez y miseria de los hombres”.
Esa reflexión de Schopenhauer es compartida por otros autores. Giovanni Papini ya viejo, casi ciego y sometido una vez más a la conjuración del silencio contra su obra, también lo escribe: “Uno de los motivos principales de la desdicha de los mejores es la espera en los demás: esperan siempre —afecto e inteligencia— más de lo que pueden darles los demás. Algunos no dan por avaricia espiritual, o dan menos de lo que podrían dar. La mayor parte son tan pobres que tratan de recibir, pero no pueden dar porque no poseen ni sentimientos, ni inteligencia”.
Una edad bastante avanzada es la madurez. A partir de ese momento deben conocerse las diferencias entre las gentes. Papini ilustra el drama selectivo de nuestros días: ahora han desaparecido los gentilhombres y hasta los hombres; quedan los infrahombres que ahogan a los superhombres. Aunque aún los descendentes pueden ser en un instante buenas personas. Papini cuenta la historia de un hombre crápula que por las noches se abandonaba en su camastro diciendo: “—Señor, vuestra bestia está aquí tendida. Haced de ella lo que os parezca”.
Era la única oración que repetía todos los días.
Pero éstas no son buenas personas. Una de ellas es un pintor manierista que rechazó el premio de adquisición votado por el público para su mal resuelto cuadro, aquejado de efectos, de kitsch. Quería seis veces más. El segundo lugar, tan kitsch como el otro, tampoco aceptó. El tercero en la lista agradeció muy cortésmente la distinción pero explicó que el cuadro era de su esposa y había prometido regresárselo al terminar la exposición colectiva. Otro de los participantes subió al infierno feisbuquero el diploma de participación en la muestra como tapete de comida para el perro. Su obra también era mala, asaz gratuita.
Buenas personas en cambio fueron la joven pintora y el joven pintor que ganaron los premios de adquisición del jurado. Ella una artista luminosa, dueña de una tradición y un dominio que llegarán, si no lo han hecho ya, al gran talento pictórico. Su cuadro representa una calle del pueblo con una zona de luz en el centro que produce la sensación de ingresar directamente a él, genera una bilocación, un irresistible efecto magnético. Él un pintor hiperrealista que retrata azoteas rinconeras y su acumulación desidiosa de objetos, quebrando así la retórica visual narcótica de la representación bonita gracias al orden superior de la composición descriptiva: lo que hay, como lo hay.
Los jóvenes maestros dieron las gracias, aceptaron el premio y se marcharon satisfechos y contentos de dejar su obra en la pinacoteca municipal para ser vista por mucha gente durante mucho tiempo. La secuencia luce obvia: talento acompañado de humildad agradecida, de inteligencia, creatividad, aceptación. Dominio técnico pero mediocridad estética ante el falso imperativo de lo bello en sí mismo, lo bello como un fin y no un producto.
Goethe afirmó que quien alcanza la visión de la belleza se libera de sí mismo, Canudo señaló que el secreto de todas las artes es el abandono de sí mismo y Binyon pedía el vaciamiento mental para quien quisiera ser artista. Los budistas primitivos postulaban que el artista debía lograr con el pensamiento los cuatro estados de ánimo infinitos: la amistad, la compasión, la simpatía y la imparcialidad antes de proceder a crear, una psicología de la imaginación cuyo vigor estético establece la supresión del principio de pensamiento a favor de la identificación con el objeto de la obra.
Cuenta una leyenda que en la antigua China el emperador convocó a un concurso de pintura. Las salas del palacio se abrieron para reconocidos artistas que rodeados de ayudantes y sentados ante mullidos caballetes emprendieron orgullosos la tarea. Uno de ellos se retiró a una sala solitaria y se sentó en el suelo. No llevaba como los otros ningún modelo o paisaje a copiar. Inmóvil y con la mirada perdida, parecía estar ausente.
—¿Qué hace ese hombre? —preguntó un dignatario de la corte a otro.
—¿Qué hace? Simplemente hace espacio. Desaloja. Se desprende de todo lo sobrante: pensamientos, deseos, sentimientos, apreciaciones, Libera las vías.
Diría Chantal Maillard que lo que importa es abrir en nuestro interior el lugar de la presencia, un espacio donde algo pueda acontecer y que tal espacio no puede liberarse de otro modo que desbrozando. “La actividad artística se convierte, en ese sentido, en una vía (dao), un método para el conocimiento de uno mismo”.
El olvido de sí es la condición del viaje.
Tomado de https://morfemacero.com/
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