septiembre 17, 2025

La hoguera climática

“La velocidad de la agonía orgánica en la casa común de la especie humana, la única que destruye el lugar donde vive, aumenta sin cesar. Terminó la vida ---como anunciaría el sabio pueblo hopi hace más de dos siglos--- y comenzó...

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

Nunca pude terminar de leer la novela Sequía de J. G. Ballard, uno de esos libros que me han acompañado durante años a la espera de concluirlos. Cierta intuición me prevenía, desde su discreta portada de la legendaria editorial Minotauro, que hacerlo representaba una invocación. Es cierto: ya todo está pero no todo aparece, así el tiempo presente contenga al pasado y la literatura posea esa doble mirada de la anticipación. La sequía profética escrita en 1964 ahora nos rodea. No hace falta ya conocer el escenario imaginado por Ballard que fatalmente se convertiría en realidad. 

       Los límites planetarios para la vida en la tierra están colapsando o a punto de hacerlo. Procesos esenciales en la existencia humana se han dislocado globalmente y sus umbrales han sido transgredidos por el Antropoceno, provocando el calentamiento global, disminuyendo la capa de ozono, fomentando la pérdida de la biodiversidad, la contaminación industrial y la acidificación de los océanos, el quebranto y disminución del agua dulce superficial y de las reservas subterráneas, la alteración del ciclo de nitrógeno y fósforo por el uso excesivo de fertilizantes, degradando la calidad del aire y destruyendo los suelos por deforestación, desertificación y agricultura intensiva. 

       La velocidad de la agonía orgánica en la casa común de la especie humana, la única que destruye el lugar donde vive, aumenta sin cesar.  Terminó la vida —como anunciaría el sabio pueblo hopi hace más de dos siglos— y comenzó la sobrevivencia. Hoy, en este junio el mes más cruel de las temperaturas calcinantes sin registro climatológico anterior conocido (y aún falta julio con su cuarta ola de calor), nuestra edad histórica parece haber comenzado un descenso literal a los Infiernos. Simbólicamente, ese extravío laberíntico podría significar una prueba iniciática para recuperar las fuerzas espirituales perdidas y modificar las causas que originaron tal pérdida, o también una derrota radical en la cual las personas y la civilización son destruidas. De ahí que solamente las catástrofes cambien a las culturas.

       Y los recuentos de estos días son catastróficos para la mayoría de los límites del sistema terrestre, un conjunto holístico muy enfermo pero con una mínima posibilidad de recuperarse todavía si se inicia un cambio drástico ahora mismo y no mañana. Para ello son necesarias decisiones autocorrectivas que ante la inercia de nuestro sistema mundo suicida parecen imposibles: modificar el uso del carbón, el petróleo, el gas natural y la forma en que la tierra y el agua son tratadas; llevar a cabo una revolución cultural de las mentalidades para hacer conciencia gubernamental, política, educativa, mediática, social e individual del riesgo (aquellos “sufrimientos inenarrables” advertidos por el panel de científicos convocados por la ONU) al que se enfrenta la especie humana a partir de este año y los siguientes, cuyas temperaturas extremas afectarán la seguridad alimentaria, la salud y el acceso al agua de miles de millones de seres humanos.

       Sin embargo, el necrocapitalismo materialista de la posmodernidad, al buscar con ansiedad patológica la gratificación inmediata de los deseos inducidos como necesidades y llevar hasta el delirio el fetiche de la mercancía y el consumo, de la rentabilidad y la acumulación dementes, se ocupa más de la muerte que de la vida. Su crisis se presenta en todos los niveles de lo público y lo privado. El concepto de lo colectivo, de la obra común y la sociedad han sido suprimidos por el neoliberalismo para confeccionar al individuo egoísta y encerrado en lo particular. “Es triste nuestra condición —escribía el filósofo judío español Francisco Sánches ya en 1581—: a plena luz caminamos a ciegas”. ¿Qué diría hoy?

       El recuento mexicano de este momento terminal se compone, además, de un grotesco nihilismo criminal que todo lo destruye. Hace apenas unos días fue asesinado Álvaro Arvizu Aguiñaga, ambientalista dedicado a cuidar los bosques del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, otro más de una lista incesante de hombres y mujeres muertos por defender el medio ambiente. El saldo de tres décadas de apertura comercial ha llevado al país a un proceso de industrialización cuya contaminación convirtió decenas de regiones en “infiernos ambientales”. Empresas y pistoleros del crimen organizado depredan desde hace años el Bosque de Agua, una masa forestal que recarga los mantos freáticos de Morelos y el estado de México. De Huitzilac, ubicado en un corredor biológico imprescindible, en plena mañana todos los días salen caravanas de hasta 50 camionetas cargadas de pinos y encinos. Esas mismas bandas también huachicolean agua para venderla. El precario biotopo de los Altos de Jalisco está devastado por el cultivo del agave para producir tequila. En Guadalajara tres o cuatro veces al año es intencionalmente incendiado por fraccionadores el bosque de La Primavera, último pulmón de la ciudad. La minería a cielo abierto depreda y contamina mantos freáticos, territorios y poblados en todo el país. 

      Todo esto y más ocurre sin intervención del Estado ni de las autoridades indiferentes, corrompidas o atemorizadas. Sin clamor público o interés político. Sin que el país salga de su enajenado enfrentamiento entre ciegos devotos y rabiosos denostadores del gobierno actual. México, el país más caliente del hemisferio occidental por estos días, se crucifica sádicamente a sí mismo en medio de una crucifixión general.   

       ¿Será nuestro privilegio ante este fracaso histórico decir: una vida distinta comienza mañana? El pesimismo de la inteligencia aseguraría que no. El optimismo de la voluntad afirmará que sí.

Tomado de https://morfemacero.com/