La palabra de Dios en este domingo nos ofrece tres temas de reflexión: el primero de ellos es acerca de la inconstancia y la deformación en la práctica de nuestra religiosidad; el segundo, acerca del ejemplo de fe que nuestro padre Abraham nos ha dado; el tercero, sobre los destinatarios de la misión de Jesús, los excluidos, los pobres, los enfermos, los pecadores, entre otros.
Comencemos destacando cómo el profeta Oseas, en la Primera lectura, reclama a los habitantes del Pueblo de Dios la falta de constancia en la vivencia de una fe madura: “El amor de ustedes es como nube mañanera, como rocío matinal que se evapora”; por otra parte, el profeta les cuestiona el divorcio entre la fe y la vida que estaba sucediendo entre ellos, ya que centraban su religiosidad en lo cultual, olvidando el amor a los pobres: “Porque yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos”. Estos dos cuestionamientos nos deben servir a nosotros para hacer un buen examen de conciencia a fin de purificar o fortalecer la vivencia de nuestra fe.
San Pablo destaca en la Segunda lectura la fe de Abraham. Una fe probada ya que esperó, “contra toda esperanza”, el cumplimiento de las promesas que Dios le hacía, no obstante que la realización de tales promesas, humanamente hablando, era imposible: “Ante la firme promesa de Dios no dudó ni tuvo desconfianza, antes bien su fe se fortaleció…, convencido de que él (Dios) es poderoso para cumplir lo que promete”. Este ejemplo de nuestro padre en la fe nos debe animar, de modo especial, en los tiempos de prueba y sufrimiento para no desfallecer o abandonar el camino.
En el evangelio, por último, destacamos una significativa acción de Jesús acompañada de sus palabras que la clarifican: “… estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos”. Y, ante la crítica de los fariseos, Jesús les dice: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Esta acción y estas palabras de nuestro Señor nos deben servir a nosotros para entender que nadie está excluido de la salvación que Dios, en la persona de su Hijo, ofrece a la humanidad. En este sentido, como miembros de la Iglesia, no debemos despreciar ni excluir a nadie; al contrario, debemos siempre mirar y tratar con misericordia, al estilo de Jesús, a quienes la sociedad rechaza por algún prejuicio.
Pidamos a Dios Padre, en la eucaristía de este domingo, que nuestra fe sea una fe fortalecida, perseverante, y proyectada en una vida llena de misericordia e inclusión. Así sea.
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