Gustavo Monroy
Agradezco a Fernando Solana la invitación para presentar este texto
Mi padre fue un hombre del desierto, un escritor del desierto y la frontera. Más de la mitad de su vida vivió y escribió desde esa cicatriz que divide el norte de México.
Al inicio de los años setenta emigramos de la Ciudad de México al estado de Sonora. Durante esos años viví el final de mi niñez y la adolescencia, mientras mi padre fundaba grupos de teatro, una librería- cafetería, una editorial y el primer Centro de Integración Juvenil de la frontera. Nada de eso existía antes. Eran los tiempos dorados de la heroína y las sobredosis el pan nuestro de cada día.
La frontera era y sigue siendo un limbo geográfico donde el territorio se pierde en un crisol de identidades confusas. Se vive lejos del centro del país y se muere cerca del muro. La línea fronteriza se cruzaba en aquellos años como se cruza de una calle a otra, no sin sentir el tufo de desprecio de las autoridades estadounidenses hacia los que legalmente cruzábamos esa herida abierta.
El sentido de pertenencia es una raíz que se pierde entre dos países permanentemente confrontados. Se es de aquí pero también se es de allá, del “otro lado”. Las familias van y vienen de una casa a otra en ambos lados de la frontera porque acá están los padres o los abuelos, allá los hijos o los nietos, los amigos, la familia dividida por esa herida.
En aquellos años los tres mil ciento cincuenta y dos kilómetros de línea fronteriza parecían invisibles desde el centro del país. Tierra de nadie, páramo de muerte y contrabando. En mis años de escuela preparatoria el salón de clases tenía dos ventanas, una mirando al lado mexicano y la otra con vista al lado americano, pero el muro de los sueños rotos estaba ahí como un grito en el desierto.
La frontera que me tocó vivir era una región remota olvidada por el poder político del centro del país, una región dejada a su suerte. Mi padre luchaba contra molinos de viento, viento del norte. Sin embargo, era la frontera de César Chávez, del movimiento chicano y sus murales como expresión plástica con música de fondo de Cornelio Reyna, Juan Gabriel, también de Crosby, Still, Nash & Young, Pink Floyd. Vietnam y el Flower Power. Violeta Parra y Bob Dylan. El Watergate y la Guerra Sucia.
El fenómeno de la migración y la mano de obra ilegal en la frontera eran una historia que se contaba cotidianamente de manera inocua y con un final feliz, comparada con las sórdidas muertes por sobredosis de heroína. Las maquiladoras se instalaban con singular alegría un día sí y el otro también, generando el caldo de cultivo de la enloquecedora violencia que vendría años después. El sueño de la migración produce monstruos, terror y muerte en las historias de hoy. La migración infantil es un fenómeno sumamente doloroso. La escritora Valeria Luiselli ha dado cuenta de esa tragedia en su conmovedor libro Los Niños Perdidos. Un ensayo en cuarenta preguntas (Editorial Sextopiso).
Había que huir de ese territorio olvidado y el corazón me dijo que la fuga era hacia el sur.
La frontera norte del siglo XXI sigue olvidada, el muro ahora es The Wall, y de pronto sabemos que también existe una frontera sur aún más olvidada que la otra. Sombra de otra sombra atravesada por una Bestia.
Las obras que presentaré en el Museo de Arte de Querétaro a partir de este 17 de marzo y hasta el 14 de mayo son el resultado de una pesadilla llamada FRONTERA-BORDER, así con mayúsculas, como esas grandes letras coloridas y turísticas de los pueblos mágicos y las ciudades bonitas que ostentan en sus plazas su nomenclatura local para que el visitante se tome fotos mientras dicha magia se transforma en un aquelarre del horror.
Mi padre ya no está. Mi madre, compañera capitana de históricas batallas, ahora viuda de noventa años, lo espera todas las tardes sentada en una silla en el patio de su casa, sabiendo que no vendrá pero sintiéndolo muy cercano ya.
Padre, le digo ahora en mis noches de insomnio: “Ya todo el país es FRONTERA-BORDER”.
Tomado de https://morfemacero.com/
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