septiembre 14, 2025

El español de Chile: la gran olla a presión del idioma

Los conflictos de clase, generacionales y políticos, el aislamiento geográfico, el activismo gay y LGTBI y hasta la música urbana cambian la lengua del país andino a una velocidad nunca vista. Leer#ExpresionSonoraNoticias Tomado de http://estaticos.elmundo.es/elmundo/rss/cultura...

No me queda claro que sea el peor. Es más lo dudo, admito que sí es excéntrico, abierto, voluble, moderno y hasta poético (más en el sentido de modernidad a la Nicanor Parra). Quizás sea extraño. Aunque me siento honrado que lo califiquen de disruptivo. Y esto porque -se me ocurre- se reinventa, toma de otros idiomas, es poroso, es joven. Y lo que tiene fascinante el chileno es que permite crear. Y dos nobeles, desde luego. Y mira todos los poetas, escritores, cronistas, cantantes, periodistas. Es casi sospechoso. Lo disruptivo ayudar a crear. El lenguaje chileno es libre y, si la matriz de la RAE, digamos, no sirve, pues se inventa. Y no solo a nivel oral. Se renueva constantemente, incluso con cada invento tecnológico o fenómeno pop.

A veces puede ser un agobio vivir en Chile (en estos días inciertos y angustiosos, donde se asoman las fauces de lo que el poeta Enrique Lihn tildó como «el horroroso Chile»), pero hablar en Chile siempre fascina, incluso tenemos una palabra propia para generar enredos en una conversación: el cahuín, y un verbo, cahuinear, para el chisme. A veces da risa. No es casual que digan que es un país de poetas. Todos, en rigor, usan el lenguaje a su manera. Oral, por escrito, y ahora de manera digital. Más que una suma de dialectos, posee jergas sociales-etarias que lo hacen muy vivo. Usar el chileno te permite ser libre en un país que, en ocasiones, se torna autoritario. Uno de los aspectos más fascinantes de la campaña del joven Gabriel Boric es cómo usa en lenguaje. A veces tropieza cuando se pone nervioso y habla en un idioma más ligado al Chile de Allende (que es uno ya arcaico, pero sin duda clave para entender como se hablaba en ese entonces), pero lo remixea con el nuevo lenguaje inclusivo que aquí ha agarrado un vuelo inesperado, tanto que la arroba (@) es la nueva letra del idioma. Pero donde Boric vuela y puede ser considerado como alguien que ha leído, escribe y escucha. Y no le tiene miedo a usar un lenguaje tierno, no binario, ultra masculino o alfa. Si pierde en esta vuelta, es porque se niega a usar un idioma violento y su palabra favorita es cariño.

En Chile, de una manera casi histérica, se incorporan palabras nuevas y se reviven con otros significados palabras arcaicas («ñoño» ahora es algo así como geek cool, pero igual sabe que es un «perno» medio nerd). Acá el idioma tiene algo de ropa americana usada: se recicla, se le cambia el uso, se usa para darle un nuevo color.

Quizás el chileno no es tan preciso para comunicar, pero sí está gloriosamente abierto a recibir influencias y para precisar el mundillo al que te perteneces. Cuando llegué a Chile, sin saber español pero dispuesto a aprenderlo para sobrevivir, me di cuenta que todo es My Fair Lady y que les decían los ingleses de Latinoamérica, no por haber sido un imperio o por lo pulcro u ordenados, sino por ser clasistas, por el grado de represión y el pánico de las elites a lo nuevo. Me enseñaron que el acento era todo porque «así se puede saber quién eres» y pronunciar, incluso borracho, la ch, esa extraña letra que no existe en inglés y que es con que parte el nombre del país, era clave. Pronunciar la ch como sh era el mayor de los pecados. Hoy, se usa entre comillas. Ya no importa tanto, pero se sigue usando el idioma como señal de identidad, loco.

Me acuerdo, de pronto, del amarillísimo diccionario de sinónimos y antónimos, la biblia del binario español. Acá me decían: el español se escribe como suena, lo único complicado son los tildes. Puede ser, pero qué pasaba cuando omitían palabras o recogían palabras pedestres, para decir otras cosas, para insultar, para sanitizar lo que ocultaban.

Aquí, en los 70 y 80, para sobrevivir, para vencer, para superarlo todo, había que leer bien, atento, alerta. Había que leer distinto, entre líneas, entender los miles de significados ocultos y cifrados. En este mundo, uno pensaba una cosa y decía otra. O, había tanto que se podía hablar en privado, pero no se podía escribir de ciertas cosas. Cada tribu era un lenguaje. Pocos leían, pero todos se creían personajes y todos juraban que tenían algo que contar, cuando lo realmente interesante era todo lo que ocultaban.

La lengua chilena roba: usó el francés y sigue usando, sin miedo, el inglés, pero una vez que llegó el cable (esa primera tecnología) comenzó a usar palabras de otro países que usan el español. Televisa llenó de mexicanismos el idioma, y poco a poco Chile superó su envidia argentina usando tics porteños (chico, chica). Del Perú se robó el bacán y de España, gracias a Anagrama y Almodóvar, usó el follar para aumentar un amplio vocabulario genital.

Me gusta el chileno porque me permite escribir libre: si se vende bien una nueva palabra o una forma distinta de redactar o escribir (la k en vez de la q, usar los números para abreviar, por ejemplo), se adopta. El idioma, ese lenguaje fragmentado que a la vez nos une, se mueve más rápido que la sociedad. Hay teorías secretas que lo comparan con el australiano y su lazo con el inglés, es decir, en un principio es el mismo idioma pero ha mutado tanto que se volvió otro. Ambos países fueron, durante mucho tiempo, sitios aislados.

El idioma chileno o el español de acá se caracterizan por no tener acentos regionales. Esto me provocó una divertida rencilla telefónica con mi editor, Felipe Gana que creo que gané yo. Siento que, a pesar que hay leves e imperceptibles acentos, para ser un país tan largo, lo cierto es que se habla igual en todas partes: mismo tono y mismas palabras, partiendo por las nuevas palabras que brotan de la red. Acá es clave no decirlo todo de manera directa y por eso las jergas se utilizan, pero es increíblemente notoria la cantidad de palabras de moda que se canonizan para siempre («cantinflear» viene del pop, del cine mexicano de los 40 y 50 , de esa estrella que fue Cantinflas; es algo que todos usan, ahora, más como ataque, a pesar de que nadie recuerda a Cantinflas, pero, aún así, se entiende que significa al menos dos cosas: hablar mucho y no decir nada y, además, cambiar rápidamente de opinión de manera que llega a dar risa).

No hay variedad de acentos regiones de tomo y lomo como los hay en México, Argentina, Colombia. Incluso Ecuador. Las diferencias en el lenguaje tenían más que ver con la clase social. Pero aquí entra el elemento curioso: son las elites la que peor hablan. Quizás tengan un acento particular (desde luego, la ch la recalcan con suerte de t escondida), pero se jactan de no hablar bien porque hablar bien (pronunciar bien, usar las palabras correctas, no usar tantos tics o vocativos reiterativos) es considerado aspiracional. Esa es la gran disrupción. Si bien las elites en todas partes supuestamente usan mejor el idioma, en Chile existe ese pavor a lo siútico (otro chilenismo), que es muy difícil de resumir, pero que en pocas palabras es un miedo atávico de la elite incestuosa de la este país-pasillo a hablar bien. Por lo tanto, aquel que osa hablar bien o usar las palabras adecuadas puede quedar mal. Mientras peor se habla, de mejor cepa se es. El lazo del viejo Chile con el campo, los latifundios, hizo que los ricos hablaran como peones y la clase media quisiera hablar bien para demostrar que eran educados, lo que provocaba la burla de los poderosos que ostentaban su lenguaje pobre, básico y con un cierto desprecio a pronunciar bien las última sílaba.

Y sacando la ch de discurso, la otra obsesión idiomática es hablar en cursivas o alargar o juntar palabras. Una palabra pronunciada de otra manera se vuelve irónica o acaso un insulto. Los insultos, como huevón, pasan a ser parte de las formas.

Un país que se refunda cada tanto necesita un idioma elástico.

A veces pienso que el español clásico y la RAE no le basta a Chile. Necesita más. Y por eso, poco a poco, ahora se están colando palabras del japonés (otaku culiado) o del coreano y de ese nuevo idioma universal que es lo digital (ojo con los memes Made in Chile).

El chileno es veloz, desprecia ciertas letras del final, parece un canto, pero más que eso, más que el acento, el poder está en que permite que tantos lo hayan usado de manera tan distinta y ninguno dejó de ser chileno. Ahí están Violeta Parra, Huidobro, Gómez Morel, José Donoso y Jorge Edwards, Diamela Eltit y Alejandro Zambra.

No, no es el agua lo que hace creativo Chile.

Es su odio interno, es su clasismo, es un deseo de ser modernos, es su afán de apropiar.

De todo los países en que se habla castellano, algo me dice que tuve la suerte de llegar al que, aunque pocos lo creen, hablar el idioma es más inclusivo, freak, rápido, intenso, creativo, pícaro y sonoro.

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