Hace 10 años, Edgar Vargas recibió un disparo en la cara que le dejó profundas heridas físicas y emocionales. Desde entonces, él anhela tener una “vida normal” y quiere que la justicia llegue en uno de los casos más sonados en décadas en México: el ataque y desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa.
El ahora maestro se salvó de morir cuando intentaba ayudar a sus compañeros atrapados en un autobús que era atacado a tiros, arrastrándose por la carretera hasta guarecerse. Una bala le perforó la mandíbula la noche del 26 de septiembre del 2014, cambiando para siempre no sólo su rostro sino su vida.
“Supe que ya nada iba a volver a ser igual (…) difícilmente podía verme en un espejo”, narró Vargas entre lágrimas en un entrevista con Reuters. “No pude (hablar), vi mi cuerpo lleno de tubos dentro de la boca, de cables, fue muy duro”, agregó el hombre que ha sido sometido a siete cirugías.
Vargas, de 29 años, es parte de un grupo de supervivientes desplazados que salieron de las comunidades donde crecieron buscando rehacer sus vidas, cargando con temores y traumas, y huyendo de amenazas de criminales y autoridades.
“Toda la idea de mi vida se derrumbó”, dijo en su casa en el Estado de México, que rodea a Ciudad de México, a donde llegó hace cinco años y donde ahora trabaja como maestro. “¿Por qué tuvimos que pasar por una situación tan atroz?”.
Cada aniversario de los sucesos, acaecidos en la ciudad Iguala de Guerrero, es un doloroso recordatorio del ataque a los más de 100 estudiantes de magisterio de la escuela rural de Ayotzinapa, a unos 220 kilómetros al sur de Ciudad de México- que viajaban en varios autobuses y fueron atacados a balazos por policías coludidos con criminales.
PROMESAS INCUMPLIDAS
Los familiares siguen clamando porque se sepa realmente lo ocurrido, aferrándose cada vez más escépticos a las promesas gubernamentales de hallar a los jóvenes, así como la verdad, pero ninguna de las dos cosas ha ocurrido.
La presidenta electa Claudia Sheinbaum, que asumirá el 1 de octubre, ha dicho que se va seguir con las investigaciones del suceso ocurrido durante el mandato del entonces presidente Enrique Peña, criticado por propiciar un cierre abrupto del caso y admitir la versión de un funcionario clave que aseguró que los jóvenes habían sido quemados en una gigantesca pira.
Esa “verdad histórica”, como le llamaron en su momento, fue desmentida luego por un amplia investigación internacional.
Pero también el presidente Andrés Manuel López Obrador incumplió su promesa de esclarecer el caso y ha defendido a las fuerzas armadas, que -según las pesquisas internacionales y de abogados de los padres de las víctimas-, son señaladas como responsables colaterales de los hechos.
Las investigaciones revelaron que militares y marinos vieron cómo los jóvenes fueron atacados y obligados a bajar por la fuerza de uno de los autobuses donde viajaban.
El Ejército ha negado que algunos de sus miembros hayan participado directamente y ha asegurado haber entregado información para las pesquisas. Varios militares vinculados al caso como presuntos participantes fueron liberados.
“PLAZA MANCHADA DE SANGRE”
A pesar de que un funcionario de López Obrador dijo hace dos años que no había indicios que los jóvenes estuvieran vivos y declaró el caso como un crimen de Estado, hay supervivientes que no se rinden y siguen afirmando que sus compañeros están vivos.
“Mis raíces siguen allá, pero ya no puedo regresar, ahora me toca luchar desde aquí en Ciudad de México, aunque este nunca fue mi sueño”, narró con tristeza Aquilino Florencio, un férreo activista que exige conocer el paradero de sus compañeros.
Los exalumnos de la escuela de magisterio que sobrevivieron al ataque, contactados por Reuters, dijeron que en su momento, y años después de los hechos, recibieron amenazas de criminales y de entes gubernamentales para que ya no hablaran del caso.
Algunos contaron que funcionarios les ofrecieron dinero o trabajos de por vida como profesores en escuelas públicas a cambio de parar grandes protestas. Cuando rechazaron las propuestas, vinieron las amenazas.
“Yo no iba aceptar una plaza (puesto) de maestro manchada de sangre”, dijo uno de los entrevistados que pidió anonimato y que vive como desplazado. Él, como otros, fueron acusados de tener vínculos con criminales o ser subversivos. Entonces debieron abandonar sus sueños de regresar a sus comunidades.
Ser alumno de Ayotzinapa era importante, dijeron, porque te permitía un medio de vida diferente a lo que muchos hacen en esas zonas empobrecidas: narcotraficante, militar o campesino.
Y a días de un aniversario del caso, algunos prefieren estar lejos de los reflectores frustrados por la falta de justicia.
“Vemos la podredumbre del sistema de justicia mexicano, el presidente hizo un compromiso con las familias de llegar a la verdad, pero no va a cumplir (…) a mí todos todavía me siguen faltando, no me siento completo”, dijo Florencio, quien estudia una maestría de Antropología Social con una beca y quien narró con tristeza que vive en una habitación prestada lejos de casa.
De Reuters.
Tomado de Glocal Media
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